Los archivos históricos griegos y romanos

En Grecia, cada ciudad poseía sus archivos, que, con su tesoro sagrado, se hallaban en los templos, porque así la santidad del lugar garantizaba, la seguridad del depósito. Allí se reunían los originales de las leyes, las actas de interés general, los títulos de diversas familias de ciudadanos y las obras de los poetas ilustres. Recuérdase, entre los templos que conservaban tales depósitos, los de Delos, Delfos y Minerva en Atenas.

Afirma Tácito que, bajo el reinado de Tiberio, existían aún en el Peloponeso los originales del tratado de partición hecho entre los Fleráclidas cuando invadieron, un siglo después de la guerra de Troya, aquella región meridional de la Grecia; y Pausanias refiere que las poesías de Hesíodo se depositaron en el templo de las Musas en Beocia.

Roma, bajo la monarquía, encerró los archivos del Estado en los palacios de los reyes, que se reservaron el honor de custodiarlos. Expulsado Tarquino el Soberbio, Valerio Publícola dispuso que los archivos fueran trasladados al templo de Saturno.

Pero no era éste el único sitio en que se hallaban. Los tratados de paz y alianza se conservabais en el templo de Júpiter Capitalino; los anales de los pontífices, en el de Juno; las actas del pueblo y del Senado, las leyes, sentencias, contratos entre particulares y testamentos, en el de la Libertad; registros de los censores, con el nombre, edad y familia de los ciudadanos, en el do las Ninfas; los de nacimientos, en el de Saturno; los de los jóvenes que vestían la toga viril, en el de la Juventud; y los de fallecimientos en el de la diosa Libitina.

La conservación de estos archivos llegó a ser una de las atribuciones del consulado, que luego pasó a los emperadores. Estos tuvieron archivos denominados del palacio o sagrados (scrinia palatii, sacra scrinia), y divididos en dos categorías: los ambulantes (viatoria) que acompañaban al emperador en sus viajes, y los permanentes (stataria), que nunca salían del palacio.

Por voluntad de Antonino Pío, se extendió a las provincias la creación de archivos, y por mandato de Justiniano, se estableció uno en cada ciudad. Loe emperadores confiaron su custodia a los prefectos del tesoro con oficiales nombrados ex profeso para el examen y conservación de los documentos públicos y su arreglo y colocación en los archivos. Un conde era, hacia fines del Imperio, el inspector de éstos, y muchos particulares, según un texto del jurisconsulto Paulo, tenían en sus casas un lugar llamado archivo, en el que conservaban las actas, títulos y papeles referentes a sus intereses y los de sus familias.

Los reyes godos de Italia, los primeros monarcas franceses y aun los de otros países, dictaron medidas para el establecimiento y conservación de los archivos, que vinieron a ser depósitos de documentos de interés general, abiertos a todo el que quisiera consultarlos.

La Iglesia, desde tiempos muy remotos, creó archivos de libros sagrados, cartas de obispos, actas de los concilios, y nombramientos y titules de propiedad. La institución se remonta a mediados del siglo III, corriendo entonces su dirección a cargo de un canciller. Obispos, monasterios e iglesias copiaron este ejemplo y colocaron en sitio seguro los documentos que les pertenecían. Poseedor en aquella época el clero de la mayor suma de ilustración, los archivos eclesiásticos atesoraron preciosos manuscritos, ya sobre asuntos civiles o judiciales, ya sobre otras materias. Por esto en nuestros días son objeto de investigaciones eruditas, coronadas casi siempre por el éxito.

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