La rápida conquista árabe dejó también subsistente este régimen fundamental, pues como acertadamente escribe un notable historiador del derecho, “era entonces un principio del derecho de gentes… que cada pueblo o nación debía gobernarse por sus propias leyes, limitándose los derechos del pueblo o raza dominante a exigir la parte del botín, y por medio de la fuerza armada la tranquila posesión del territorio y el reconocimiento del supremo señorío”.
Así, por lo general, procedieron los Romanos respecto de los antiguos habitantes de la Galia y de la Iberia; así obraron los Visigodos respecto de los Hispano-romanos y en la misma conducta se inspiraron los conquistadores procedentes del África.
La capitulación de Coimbra, celebrada en 734 por Alboacem, confirma entre otros documentos esta verdad.
Y no fueron solos los Sarracenos quienes mantuvieron a los Hispano-godos en la observancia de sus leyes, sino que lo fueron igualmente los soberanos de los Francos cuando arrojaron al lado de acá de los Pirineos a los Muslimes. Carlomagno primero, Ludovico Pío después y todos sus sucesores, permitieron a los romano-godos que habían permanecido durante la dominación árabe en las ciudades reconquistadas y a los fugitivos de la Península que habían buscado en ellas un asilo, la conservación de sus leyes y con ellas necesariamente las magistraturas encargadas de hacerlas cumplir, con la misma organización política y judicial que tenían antes de la invasión agarena.
En las Capitulares de los Reyes Francos existen abundantes textos que vienen en confirmación de esta juris continuatio del Derecho político romano-gótico (Oliver, Historia del Derecho en Cataluña y Valencia, tomo 2° libro I, título preliminar).
Los árabes habían traído sus Alcaldis, cuyo gobierno discreto y prudente no debió ser mal mirado por los cristianos, como lo prueba el que a medida que se reconquistaban los pueblos, no sólo era respetado este régimen en ellos para los vencidos, sino que se imitaba en el que a los cristianos se daba.
Así en los primeros fueros municipales comienza a usarse la palabra alcayat, alcalle y alcalde, como en los de Cuenca. León, Nájera, Sepúlveda, Salamanca, Jaca, Zamora, Logroño y sobre todo el de Toledo (1085).
D. Alfonso VI, al conquistar esta ciudad, además de los jueces privativos señalados para los moros de paz y tomados de su secta, encomendó el gobierno a tres alcaldes, uno mayor, nombrado por el rey, y otros dos ordinarios de los muzárabes el uno, y de los castellanos el otro.
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