La quimera del realismo en las artes

“Volvamos para ello a nuestros paisistas, a nuestro idilio y a nuestros corderos. No sólo no son trasunto fiel del natural aquellos tres paisajes pintados, sino que no podrían serlo aun cuando sus autores se obstinaran en la insensata tarea de hacer en ellos el facsímile perfecto del campo, ese facsímile imaginario que el vulgo, más o menos culto, más o menos aficionado al arte, cree contemplar y aplaudir. El público se engaña cuando tal cosa cree. Haga la prueba el artista más esmerado y minucioso, más observador y concienzudo: póngase a reproducir, no ya el paisaje de antes con su bosque, su arroyo, sus senderos, sus rocas y sus lejanas montanas, sino sólo un pequeño terrazo con un árbol plantado en él, destacándose sobre una pasajera nubécula o sobre el claro azul del cielo sereno. Coloca el paisista su caballete y su tabla, o su cartón o tela, y no bien trazado ligeramente el contorno de su obra, fija su mirada en las notas de la vistosa armonía de colores que le presenta la naturaleza, y compara con la esplendidez de éstos los pobres colores de su paleta; y empiezan sus agonías; y entonces empiezan también la ficción y el convencionalismo de que tiene necesariamente que valerse para aproximarse a la verdad – a la realidad. No es paradoja: el artista se ve precisado a falsear lo que ve para representarlo de una manera que responda a lo que realmente es. El más limpio ultramar, le da un azul opaco y sucio comparado con el azul del cielo; para hacer el blanco brillante de la nubécula pasajera, no tiene color más blanco que el albayalde puro, y éste le parece terreo comparado con el ampo de aquel vaporoso meteoro; y ¿qué recursos le suministra la pobre paleta, así presuma la moderna química enriquecerla de medios técnicos con los cuales puede el pintor rivalizar hoy en magnificencia de tonos con los antiguos flamencos y venecianos; qué recursos, repito, le facilitará para pintar el sol, y no precisamente el refulgente astro en medio de su celeste carrera, sino sus rayos, su líquido fuego que baña, dora y esmalta la tierra, la copa de la encina, el tronco rugoso cuajado de plateado musgo? De consiguiente, para que el pintor pueda dar en su cuadro la idea de la armonía general que con el mero color forman su terrazo, su árbol y su cielo, tiene que empezar estableciendo una escala de tintas convencional, una tonalidad relativa: esto es, tiene que empezar mintiendo, inventando, idealizando una naturaleza que en realidad no existe.

“Pues entra luego la no menos ardua tarea de ir definiendo los objetos y determinando las formas por medio del dibujo, y si el empeño en que se ha constituido mi artista le obliga a copiar con paciencia y minuciosidad de indio o de chino, todo, absolutamente todo lo que aquella insignificante partícula de la naturaleza le pone ante los ojos, yo fundadamente presumo que ha de ahorcarse en ese árbol, desesperado, antes de reproducir con sus pormenores atómicos, no ya el áspero tronco, no ya la hierbecilla que crece a su pie, pero ni siquiera el informe terrón que acaso removió la azada del gañán. Nada digo si, incauto, la emprende con la copa de ese dificultoso vegetal que a primera vista parecía se prestaba a ser copiado por un niño, y visto despacio, ya sea árbol frondoso y pedante de clásica forma, ya humilde y raquítico chaparro, pobre de hojas y con románticas corcovas, desafía todo el poder de maravillosa paciencia que en sí atesora el vasto imperio chino. Y en esto no exagero. Cualquiera puede convencerse de ello con sólo pensar que el que candorosamente acometa la mortal empresa de copiar o imitar fielmente la realidad, aunque se limite a un terreno de una vara cuadrada, carga con la obligación de retratar, primero un número infinito de granos de tierra y arena, todos de formas diferentes; luego un ejército inacabable de hormigas de diversas familias y hechuras; luego miríadas de insectillos y todo un mundo de larvas y seres microscópicos; aparte del compromiso formal de presentarme ese roble o ese chaparro con todas sus grietas, sus nudos, sus verrugas, sus heridas i y cicatrices, sus ramas, sus ramos, sus hojas, contadas una por una, el polvillo que las cubre, la luz que las dora, los reflejos que en ellos se producen, y hasta la envoltura de átomos luminosos que le pone el sol cuando evapora la humedad de la tierra. ¡Ah, ciertamente repugnaría tan preternatural tarea cualquier paisajista condenado a muerte, aunque se le prometiese el perdón por llevarla a cabo!

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