La imposibilidad de la imitación exacta en el arte

Presentemos ante un público, no ya de ignorante vulgo, sino de personas ilustradas, tres cuadros en que se reproduzca un mismo trozo de paisaje, tomado desde el mismo punto de vista, en un mismo día y a la misma hora, pero ejecutados por distintos paisistas, todos sobresalientes. Sabido es que la pintura de paisaje es la que, al parecer, se ajusta o se presta más a la fiel imitación de la naturaleza.

Ante cada uno de esos tres lienzos, nuestro público exclama: ¡Qué hermoso! ¡qué exacto! ¡qué propio! Por entre la nube de polvo dorado que se ve allá lejos, viene balando un apretado rebaño; en ese altozano se percibe el olor del tomillo; en aquel bosquecillo, cuyas hojas mueve el aire, se siente la frescura y se oye el chirrido de los pájaros y de los insectos; ese arroyo corre y murmura: el tronco liso de esos plátanos refleja la luz; por el ramaje de su copa circula la brisa y penetra el sol; parece que se pueden arrancar las cortezas de esos troncos. ¡Qué admirable facsímile de la naturaleza!

Estas o semejantes frases de placer y de encarecimiento repite nuestro público selecto delante de cada tela; y sin embargo de que en todas ellas encuentra un trasunto fiel del campo elegido y ejecutado con las mismas condiciones de luz y puntos de vista, comparados entre sí los tres cuadros de paisaje, todos son distintos.

En uno de ellos llama la atención, verbigracia, la riqueza y esplendor de los tonos luminosos, que despiertan la idea de una naturaleza risueña y exuberante; en otro encuentran más bien tintas apagadas que traen a la mente el triste desengaño de que aquella luz, aquel verdor, aquella arrebolada nube, aquel murmurador arroyo, son pasajeros y se van despidiendo para no volver a recrear la vista mientras dure el aterido invierno que aceleradamente avanza; en otro, por último, si no se descubre ni la poesía robusta de la materia en sus días de gala, ni la dulce melancolía de la vida campestre en sus tristezas, se halla no obstante un estudio detenido y escrupuloso, una observación concienzuda de los fenómenos físicos, de la hechura y color de los árboles y arbustos, de las hojas y sus agrupamientos, de las plantas que tapizan el suelo, de las sinuosidades del terreno, de los cortes, aristas y grietas de las roces, y en fin, de todo lo que cae por decirlo así bajo el análisis anatómico del paisajista.

Tenemos, pues, que un mismo modelo tomado de la naturaleza en su estado más pasivo, y que por lo tanto más se presenta a una imitación fiel y hasta minuciosa y servil, nos da tres resultados completamente diversos, según el modo de ver o de sentir de cada uno de los ingenios empeñados en su copia, llámense Claudio de Lorena, Ruysdael y Lucas Walkenburg, o bien Hobbema, Teniera y un paisajista japonés cualquiera, con tal de que sea artista aventajado.

Luego el arte no es la imitación fiel de la naturaleza: si lo fuera, el japonés, Teniera y Hobbema habrían ejecutado al tenor de su modelo único, tres cuadros de todo punto idénticos.

La imitación exacta y servil sólo es posible cuando el arte copia, no la naturaleza, sino otra obra de arte. La litocromia, sea japonés, holandés o alemán el que la ejecute, podrá reproducir fiel y minuciosamente un paisaje de Wildens, de Daubigny o de Haes; siempre, sin embargo, a los ojos del profesor se revelará en cada una de estas reproducciones, por más ajustadas al original que hayan tratado de hacerlas los cromistas, cierto acento de raza y de escuela.

Sólo en la copia de las producciones meramente industriales puede el éxito ser acabado y perfecto. Si yo mando a la manufactura de Sevres un vaso roto del tiempo de Luis XV para que me hagan cuatro nuevos idénticos al averiado, cuatro enteramente iguales obtendré, aunque sean de cuatro diversas naciones los artífices empleados en su fabricación; pero si aquel vaso roto es un jarrón realzado con una pintura de flores, de Parpette o de Píthou, ¿creeréis acaso que me lo copiarán en perfectos facsímiles Drouet, Schilt, Van-Os y Jacobber? Mucho lo dudamos.

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