La atención como inicio de la actividad de pensar

De la atención, como función primera o inicial de nuestra actividad del pensar, depende el desarrollo del pensamiento, pues virtualmente contiene todo lo ulterior.

Esta importancia de la atención es casi unánimemente reconocida por todos, y aun sirve para caracterizar, según ella, todo nuestro espíritu, cuando hablamos, por ejemplo, de talentos reflexivos, de espíritus atentos, o por el contrario de talentos superficiales y distraídos y de espíritus ligeros y precipitados.

Lyus dice “que la atención indica la primera faz de todo proceso de la actividad cerebral”, y Mansdley afirma “que la atención es la condición esencial para la formación y desenvolvimiento del espíritu y que los niños aprenden bien o mal, según su aptitud más o menos desenvuelta para ser atentos”.

Maine de Birán, que une a la teoría del conocimiento su célebre hipótesis del esfuerzo, descubre el comienzo inicial de este esfuerzo en la atención y llega, en último término, a estimar la atención como expresión del yo, de toda la personalidad. Darwin dice que uno consagrado a domesticar y enseñar monos, concurría al mercado, prefiriendo siempre los que le parecían atentos, que se fijaban, y no aceptando (ni aun gratuitamente) aquellos cuya atención era difícil de fijar; porque los consideraba inútiles, y muy difíciles de domesticar.

Aunque la impresión exterior o la presencia del objeto sirven de causa ocasional al ejercicio de la atención, seguramente es el espíritu, la energía interior la que recobra con propio esfuerzo y se apodera de la presencia del objeto (lo aprehende, para percibirlo y conocerlo).

Resulta, pues, que con la atención comienza la vida intelectual. Bien evidentemente lo prueban las señales que da de alteraciones profundas en la atención el idiota o el loco. Lesionado su sistema nervioso, no puede (quizá por falta de base orgánica) prestar el espíritu del loco el concurso de su actividad pensante (no puede atender ni fijarse en nada) necesario para formar el conocimiento. De ahí procede el torbellino de imágenes incoherentes (que no pueden fijarse) que fustigan al demente y que le imposibilitan para ejercitar su atención. El maniático dominado por una sola idea, permanece ajeno y extraño a todas las demás; en todo aquello que le rodea y le impresiona no ve más que el objeto de su manía.

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