Además de los hechos de observación hay que mencionar también los de imaginación, que tan importante influjo ejercieron en el ánimo de los antiguos, así que una relación de concomitancia empíricamente comprobada, se consideraba de seguida como relación de causalidad, por faltar al espíritu aquella educación científica severa sin la cual no puede darse un paso seguro en ningún camino.
Júzguese, por tanto, si era posible que se detuviese la imaginación en la simple concomitancia en un tiempo en que la facultad de personificar era tan poderosa y tan pocos obstáculos hallaba en los conocimientos adquiridos; notaron que las lluvias ocurrían en la época en que las Hiades salían; que a la aparición de Sirio seguían los grandes calores del verano, y por lo tanto, era la cosa más natural dar el nombre de lluvioso al primer arterismo y el de ardiente a la estrella, para declarar más tarde que las Hiades son causas de las lluvias y Sirio del calor.
Se ha perpetuado la Astrología meteorológica en las sentencias y máximas de los navegantes y campesinos sobre los pronósticos atmosféricos; hay un astro, en particular, que es la Luna, al que la creencia popular se obstina, aun en nuestros días, en atribuir un influjo decisivo en los cambios de tiempo.
Trató Arago de combatir esta creencia sin llegar a conseguir vencer la testarudez de sus contradictores. “Se pretende, decía, que las fases de la Luna ejercen influencia en los cambios de tiempo; pero habría que definir primero qué se entiende por cambio de tiempo; habrá quien considere como modificación del estado meteorológico el paso de la calma al viento o de un viento moderado a otro más impetuoso; del cielo sereno, al medianamente nuboso, y de éste al cubierto por completo, etc. Otros exigirán variaciones más acusadas. ¿Cómo es posible, pues, en vista de semejante vaguedad trazar los límites en que debe encerrarse el problema? Pasemos de largo esta primera dificultad. Los que se han ocupado de compulsar las colecciones de observaciones meteorológicas con la convicción de descubrir el influjo de la Luna, atribuyen a este astro todos los cambios de tiempo que se producen antes y después de la Luna nueva; difícil es que en un período de tantos días no cambie el tiempo, siquiera una vez, de diez, y se atribuyen a la Luna cambios atmosféricos en que no ha tomado parte alguna. Además, la opinión que achaca a nuestro satélite algún influjo sobre el tiempo puede combatirse desde el punto de vista teórico, fuera parte de toda vaga interpretación. No puede obrar la Luna sobre la atmósfera terrestre sino por vía de atracción, por la luz que refleja, por un poder actínico o pretendidas emanaciones obscuras que emitiese; de estas últimas no podemos hablar, pues nada hay que indique y menos que demuestre su existencia. Es la luz de la Luna tan débil en comparación de la del Sol, que el efecto que produce, si es alguno, debe borrarse por la presencia del astro del día; finalmente, en cuanto a la atracción, menos cuestionable, de la Luna sobre la envoltura gaseosa de nuestro globo, poseemos un instrumento de precisión admirable, que es el barómetro, que nos permite apreciarla a cada instante, probándonos de un modo irrefutable que esa atracción es demasiado débil para producir efecto sensible”.
A pesar de tantos razonamientos sigue siendo objeto de viva fe el influjo de la Luna en la atmósfera terrestre, y aun hace muy poco hemos visto ese último resto de la Astrología natural revestirse de cierto aparato científico, elevándose a la altura de teoría completa de la lluvia y buen tiempo, teoría que debía producir una revolución en la Meteorología, dando a la agricultura y la navegación una facultad de previsión fundada por fin sobre bases racionales, pues no era otra la pretensión de un almanaquero francés llamado M. Mathieu, que publicaba un pronóstico por el estilo del Zaragozano de nuestro país, si bien no era hombre tan inculto e ignorante como nuestro paisano.
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