La alegoría en los autos sacramentales

Abandonados estos caminos (el último se intentó sólo por excepción), no había otro remedio que acudir a la forma alegórica y esta alegoría se presentó por lo menos de siete maneras distintas. Unas veces sirvieron para este fin las historias del Antiguo Testamento, en que todo es anuncio, vislumbre, figura y sombra de la Ley Nueva. Así La zarza de Moisés, La Cena de Baltasar, La Primer Flor del Carmelo, El Vellocino de Gedeón, y otros muchos autos en que no sólo se aprovechó el sentido que la Iglesia da al Testamento Antiguo donde todo, además de su sentido natural histórico, tiene otro sentido más alto y es prefiguración de la Ley Nueva, sino que más o menos violentamente y por su propia autoridad, en todo vieron nuestros poetas un símbolo del misterio Eucarístico, hasta el punto de haber doble y triple alegoría en muchos de estos autos.

Segundo modo de representación sacramental y también de los más naturales y legítimos, fueron las parábolas del Evangelio. Sirva de ejemplo, entre otros muchos, el auto de La Viña del Señor.

Pero no se detuvieron aquí los poetas, porque constreñidos a hacer todos los años un auto sacramental y a veces dos, con la condición de que fuesen siempre nuevos, por lo menos los que se destinaban a la villa de Madrid, habían de agotarse las formas, los medios y las condiciones dramáticas útiles para aquel forzoso tema. Multiplicáronse, pues, los recursos alegóricos, y hubo autos en que ni por incidencia intervienen figuras humanas, siendo todo el diálogo entre ideas puras, personificaciones de las virtudes y de los vicios, de las ciencias o de los elementos, de los atributos de Dios, o de los sentidos y de las potencias del alma, etc., etc.

En otros autos se entró a saco por la historia profana, trayendo a cuento lo que parece más lejano de toda relación son el misterio de la Eucaristía. En este concepto hay autos que frisan ya con lo ridículo, y cuyo simbolismo no puede ser más torpe y desmañado. Pedroso cita uno en que Carlo-Magno se lanza a conquistar la Tierra Santa, donde Galalón le vende por treinta dineros y Carlo-Magno muere crucificado.

Mucho más común, aunque hoy nos parezca irreverente, era el auto sacramental fundado en la Mitología. A primera vista apenas se comprende que en siglo tan católico como el xvii pudieran aplaudirse representaciones tales como El divino Orfeo, El Sacro Parnaso, etc., y que los dioses del gentilismo clásico apareciesen en un teatro cristiano como símbolo, representación figura nada menos que de Cristo o de los divinos atributos. Sin embargo, así aconteció, y no tanto por capricho de autores y espectadores, cuanto por la alta idea simbólica que presidía a todas estas formas tan disímiles del fondo. Para Calderón y para su público, la Mitología no era más que un resto lejano de la tradición antigua, en el cual habían quedado desfiguradas y oscurecidas por la ignorancia del entendimiento y la flaqueza de la voluntad, altísimas verdades relativas al origen y destino del hombre, Calderón pone frecuentemente en presencia la sinagoga y el gentilismo, haciéndoles pronunciar concordes oráculos y mostrar la semejanza de sus tradiciones.

Hay, pues, en Calderón un simbolismo potente que abraza la ley antigua, las parábolas de la nueva, la historia humana y las fábulas de la gentilidad.

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