La agonía como combate a la muerte

La clara intuición de las expuestas verdades sugirió a los antiguos la idea de llamar Lucha, Combate, el último y angustioso tranco de la vida. Y en efecto, cada ser viviente representa un conjunto de intereses creados que llevan en sí mismos la aptitud para realizar, en comercio con el mundo, una serie dada y definida de beneficios temporales, y cuando en el seno del individuo (animal en general) se da un centro gerente del capital dinámico, con facultades auxiliases aprehensiva (sensibilidad) y determinativa (volición), claro es que su natural tendencia, deliberada o indeliberada, torpe o discreta, vencedora o vencida, ha de propender, necesariamente, a persistir, mientras quede en el seno del organismo un remanente de aptitudes fisiológicas para llevar a término, según su especie, la evolución de aquel impulso adquirido en la concepción que constituye su caudal, su interés práctico y su naturalísimo derecho.

Así es que, o no hay combates en el mundo, o la agonía lo es en el sentido recto y adecuado del vocablo.

¿Qué diferencia señalaremos, si no, entre el instintivo dar con que el niño atacado de croup lleva, entre las ansias de la muerte, las vacilantes manitas a la garganta, para soltar aquel como nudo que lo agarrota (de donde el expresivo n. esp. garrotillo) y el propio instintivo afán con que las llevaría a la misma parte si un malhechor intentara estrangularle? ¿qué distinción estableceremos entre el agónico que recurre a los músculos accesorios de la respiración para dilatar sus pulmones ya casi hepatizados por una neumonía aguda y aquel individuo que, retenido por otro de fuerza superior, y sintiendo oprimidos sus costillares, recurre a los mismos músculos para poder, merced a estos, agenciarse un poco de aliento con que clamar socorro?

La escuela contemporánea, poseída de una perjudicialísima preocupación, lleva en este y otros particulares sus aprensiones hasta el ridículo y, olvidada, en el punto concreto que nos ocupa de su propio dogma de la lucha por la existencia, cual si la agonía no fuese, como es, la última expresión y el postremo acatamiento de esa ley natural, y por si acaso la idea de agonía envolviese algo así como testamento de un alma, sólo porque es alma, o empeño de una fuerza vital, sólo porque es vital, a abandonar su cuerpo, niega en redondo que la agonía lo sea.

Y a tal extremo llega esa especie de pánico, que no es posible hallar hoy en el mundo médico un solo tratadista o articulista cuyo primer cuidado, al etimologizar y definir la voz AGONÍA, no consista en protestar de la impropiedad del vocablo, asegurando que lo que precede a la muerte no es tal combate; sobresaliendo precisamente en esta porfía los alemanes, aunque no sin motivo, porque a éstos, además de mortificarles la palabrota griega de universal adopción, les ruboriza ver que su propio idioma llame a las postrimerías de la vida Todeskampf, que también quiere decir: Combate de la muerte.

Afortunadamente para los intereses intelectuales, la palabra y el concepto resistirán a todas esas y cualesquiera otras protestas, nacidas de mezquina pasión política, y quedarán perpetuamente aceptados, bien como expresión fiel de los hechos; pues aunque en realidad el vocablo agonía no hubo de ser, dada su índole poética, elegido directamente por el entendimiento, sino inspirado a éste por la imaginación, forzoso es reconocer que, dentro de la observación serena, es la imaginación la más discreta consejera para proponer al entendimiento vocablos felices.

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