La aclamación en la iglesia católica

Como muestra de satisfacción solían los obispos terminar los Concilios generales y aun los particulares, pronunciando algunas frases de júbilo, acción de gracias a Dios, de adhesión a la Santa Sede y reconocimiento a sus legados, prorrumpiendo a veces en esta especie de vivas los mismos presidentes o los legados y repitiéndolos los obispos y demás circunstantes con gran entusiasmo, pues la aclamación lleva consigo el público clamoreo, sin el cual no hay verdadera aclamación, como lo indica la raíz misma del verbo clamare. Un elogio cualquiera no es una aclamación.

Era ésta usual en los primeros siglos de la Iglesia en cuanto podía serlo en la elección de los obispos en la Época de las persecuciones y aun más en el siglo iv, cuando a veces se obligaba a los prelados a recibir el orden sacro y el cargo pastoral por la clamorosa y cariñosa insistencia del verdadero pueblo. Tal sucedió con San Ambrosio, San Agustín y otros santos o venerables Padres.

Habiendo propuesto San Agustín por coadjutor y sucesor suyo al presbítero Heraclio, fue este aclamado por el pueblo con los gritos de Trigesies seaies Deo gratias: Christo laudes: exaudi Christe. Augustino ita dictum est tredecIes, te patrem, te Episurpum. Dietum est alies dignos est, justos est. Dictum est vicies: ¡Benemeritus! Ibenedignus!

San Jerónimo dice que los pueblos recibían a los buenos obispos como los de Jerusalén al Salvador gritando: Hosanna, y en verdad que lo mismo sucede ahora en los pueblos fieles al visitarlos sus pastores y sobre todo en su primero y solemne ingreso. Como Apóstol décimo tercero aclamaba el pueblo de Alejandría a su patriarca San Crisóstomo diciéndole: “Verdaderamente eres digno del sacerdocio, oh tú, que eres mirado como el decimotercero de los Apóstoles. Para que salves nuestras almas te ha enviado el mismo Jesucristo”. No cabe aclamación más lisonjera y cariñosa.

Las elecciones hechas de ese modo por iniciativa del clero y aclamación popular espontánea y unánime solían recibir el nombre de inspiración y cuasi inspiración. Pero como las pasiones humanas lo invaden y tuercen todo en breve, por bueno y santo que sea en su ericen, la ambición, la codicia, la simonía, la politicomanía, el pandillaje y el cohecho falsearon las aclamaciones populares, hasta el punto de tener ya que prohibirlas el Concilio de Sárdica, prescribiendo que en adelante no se hiciesen las elecciones ad clamoreen populi, y aun fue preciso más adelante excluir al pueblo de las elecciones, pues muchas veces más que voz de Dios era voz del diablo, como dijo el P. Feijóo.

Por ese motivo la Iglesia, enemiga de tumultos y más en la iglesia, ha dejado en la consagración de los obispos, y como vestigio remoto de las antiguas aclamaciones, la grave felicitación y especie de enhorabuena que por tres veces dirige al obispo recién consagrado el consagrante diciéndole: Ad multos annos. Las aclamaciones tumultuosas en las iglesias y en forma de ¡vivas! son vituperables y mal visillo, aunque se dirijan a la Virgen y los santos, pues turban el recogimiento y aun el respeto debido, y con facilidad degeneran en torpes abusos.

Las aclamaciones de los Padres del Concilio de Trento tuvieron lugar el día 4 de diciembre de 1563, en que se acabó el Concilio y después de decir el cardenal Moroni como legado apostólico: Ite in pace. Las aclamaciones trajeron consigo en sentido contrario y de vituperio las imprecaciones, maldiciones clamorosas y anatemas de que fueron objeto no solamente obispos y con razón los heresiarcas, sino aun los papas acusados con razón o sin ella de debilidad, como Honorio y otros.

Aun en el mismo Concilio de Trento después de las aclamaciones se concluyó con un anatema. El cardenal de Lorena dijo: Anathema cunctis haereticis, y el Concilio concluyó repitiendo la palabra: ¡Anathema, anathema!

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