Historia de la armonía musical

La armonía, tal cual la comprendemos hoy, no fue conocida de los antiguos, pues hasta fines del siglo ix no se hicieron los primeros ensayos, los cuales, debidos al monje Ubaldo de San Amando, eran tan imperfectos, como que se reducían al uso exclusivo de las consonancias de octava, quinta y cuarta.

En el siglo xi, Guido de Arezzo y Franco de Colonia prepararon los progresos que había de hacer el arte del contrapunto; pero esta ciencia permaneció poco menos que estacionaria hasta bien entrado el siglo xiv, época en que un canónigo de París, llamado Juan de Mutis, dio a las notas distintas figuras con el fin de poderse distinguir el valor relativo de los sonidos. Sin embargo, hay quien opina que semejante procedimiento data de época muy anterior, pues ya se descubren algunas huellas de él en el siglo xi, y que lo que Juan de Mutis hizo fue tan sólo perfeccionarlo. Sea como quiera, lo cierto es que estos nuevos signos vinieron a subrogar los puntos que Guido sustituyera antes a los caracteres con que se encontró que servían para representar las notas.

Una vez adquirido este gran adelanto, no tardó en divulgarse el uso del Contrapunto figurado, el cual, a mediados del siglo xv había alcanzado ya cierto grado de complicación; pero fue tal y tan grande el abuso que de él se hizo al poco tiempo, que todas las composiciones se limitaron a combinaciones enigmáticas y pueriles, tan ajenas del sentimiento como del buen gusto, y bajo cuyo influjo desapareció por completo el verdadero arte.

Entre tanto, no era gran cosa lo que progresaba la armonía propiamente dicha, hallándose ésta a tan gran distancia de nuestro sistema actual, que hasta los tiempos de Orlando Laso, o séase a mediados del siglo xvi, nadie se atrevía a emplear las consonancias de tercera y sexta al principio y al fin de una pieza musical: bien es verdad que algunos maestros hábiles, entre los cuales deben figurar en primera línea Jacobo Hobrecht, Juan Okeghem y Juan Fineton pertenecientes todos tres a la ilustre escuela flamenca, madre de todas las demás, venían preparando de atrás la revolución que había de operarse en el siglo xvi, siglo que por más de un concepto formará época en los anales de la historia del mundo entero.

Efectivamente, entonces fue cuando el egregio sevillano Cristóbal Morales echó en Roma los cimientos sobre que había de levantar pocos años después el edificio de en ingenio y de su fama el joven Juan Piar Luigi Palestrine, sacando al arte del sueño en que yacía, o inaugurando con esplendor la gloriosa era de la escuela italiana.

En fin, corriendo los primeros años del siglo xvii descubrió o, mejor dicho, adoptó Claudio Monteverde el acorde de séptima de dominante, acorde que encerraba en su seno el germen de nuestra tonalidad moderna, y cuya práctica tenía que transformar forzosamente por completo el sistema de los antiguos, basado sobre ruinas de la sintaxis musical de los griegos.

No fue muy repentina la transición, ni Monteverde mismo pudo sospechar jamás el alcance que entrañaba su innovación; porque lo cierto en que las obras musicales que produjo aquel largo período de indecisión, llevan marcado un sello vago y misterioso, propio de toda época en que los elementos que vienen luchan con los que se van; pero tampoco es menos evidente que semejante lucha fue un agente fecundo de cuyo ceno brotaron en su día institutos nuevos, surgiendo luego de todos los puntos del globo maestros los más afamados.

España, Italia, Francia y Alemania acrecentaron el número de sus seminarios o conservatorios de música, en su mayor parte protegidos por el clero de las catedrales, donde hasta hace pocos años recibieron su educación musical la mayor parte de los hombres más eminentes que en este ramo han asombrado al orbe con sus producciones de todo género.

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