Fundamentos de la aristocracia

Estudiamos aquí la aristocracia como clase caracterizada por la herencia del poder y del rango político, y no sólo por los privilegios honoríficos y pecuniarios. En este sentido se distingue de la nobleza. La verdadera aristocracia es una clase directora, una fuerza política y posee derechos privados, civiles y económicos.

En defensa de la misma, se ha dicho que el principio de la herencia es el fundamento más antiguo de la jerarquía social; que en sus aplicaciones no ha sido nunca absoluta, limitándose únicamente a determinar quiénes habían de ejercer las funciones del poder, a fin de ponerlos al abrigo de la ambición humana; qué era aquel principio el menos imperfecto que la humanidad podía emplear en su origen, y desde luego preferible a los resultados casuales de la elección o a los caprichosos nombramientos de un déspota; que tenía además su justificación en esa semejanza que existe entre padres e hijos y que forma un lazo de unión entre generaciones próximas; que le herencia hallaba también su defensa sólida en las circunstancias de educación, por la que, educados los hijos bajo la dirección paterna, desarrollan sobre todo sus facultades en lo que éstos tienen de común con las facultades de sus padres, y en la edad madura conservan, por la influencia de los ejemplos recibidos en la juventud, los caracteres de aquellos a quienes debieron el ser; y que el sentimiento del honor de la familia mana a cada individuo a mostrarse digno sucesor de sus antepasados, dándole fuerzas para vencer todos los obstáculos.

Los tratadistas modernos rebaten estos fundamentos. La vida no se transmite, dicen, de generación en generación sólo por la línea masculina y sin embargo, de tal supuesto, desmentido por la Fisiología, parten los defensores de la aristocracia. Las semejanzas de los nuevos seres derivan con indiferencia de las cualidades del padre o de la madre. El hijo es miembro de la familia materna, como lo es de la paterna. El agrupamiento de los antepasados no se forma de una línea única, sino de otra con múltiples ramificaciones que se cruzan y mezclan de mil modos con los demás elementos del género humano. La unidad a individualidad de la familia sólo existe cuando en ella se comprenden los miembros más inmediatos y contemporáneos. Podrán llevar los individuos los nombres de otros a quienes sucedieron, pero eso es sólo por una convención, pues que no proceden, aunque otra cosa crean, de una raza homogénea, sino de muchas vareadas que sucesivamente se han aproximado y unido. Admiten, por tanto, una ficción los que en las genealogías consideran solamente la cadena de la paternidad, y en esta ficción se basa el derecho de la aristocracia.

Limita además esta clase, con falta de equidad, el rango social de la madre, y concentra toda la autoridad en las manos del varón, oponiéndose a la emancipación civil de la mujer y a la igualdad, también civil, entre los sexos.

Por otra parte, la aristocracia establece diferencias de nobleza entre los hijos de un mismo padre, dando al primogénito la misión de continuar la obra de sus antepasados, cuando acaso sea el que menos recuerda, por sus condiciones personales, al autor de sus días.

En el terreno jurídico, el principio aristocrático confunde la autoridad con la propiedad, y al considerar la tradición como principio exclusivo de la actividad social, niega el progreso, a la vez que, exigiendo que el hijo imite y copie en todo al padre, se opone al desarrollo espontáneo y personal de los individuos.

Se ha defendido la legitimidad de las aristocracias con otros argumentos. Cuando un hombre, se ha dicho, presta a su nación servicios de extraordinaria importancia, el Estado, respondiendo al sentimiento de gratitud de todos los ciudadanos, le otorga ciertas ventajas. Éstas se transmiten a los hijos, porque si miramos con prevención a los descendientes de los que cometieron faltas graves, más justo es admitir que los que debieron el ser a personajes ilustres, se muestren orgullosos de su ascendencia.

Semejante razonamiento, contestan otros, es de escaso valor. La civilización moderna quiere que cada uno sea juzgado según sus obras. Si admitimos la recompensa hereditaria, fatalmente habrá que admitir también la pena hereditaria, y ésta, ante la conciencia del siglo xix, es el signo odioso y característico de la barbarie primitiva.

Volver a ARISTOCRACIA – Inicio