Errores en el cálculo de la aceleración de la luna

Tres de los más afamados matemáticos de la época, Hansen, Plana y Pontécoulant, negaban la exactitud de los resultados de Adams, y sostenían que en los cálculos de Laplace no existían los errores que aquél suponía, pues Hansen, empleando un método totalmente distinto del de sus antecesores, halló una aceleración de 12″, superior aun a la de Laplace. Pero por otra parte, Delaunay, valiéndose de un método nuevo e ingenioso de su invención, confirmó con toda exactitud los resultados obtenidos por Adams.

Así, pues, estos cinco astrónomos eminentes de nuestros días estaban dividirlos en dos bandos, en una cuestión puramente matemática, que no se resolvió sino al cabo de algunos años; la mayoría contaba a su favor, no sólo con los resultados positivos de las observaciones, sino con la autoridad de Laplace; pero el problema, según dejamos dicho, era puramente matemático, y lo que había que resolver se reducía a averiguar la acción que la gravitación del Sol debiera producir en el movimiento de la Luna, y como ambos bandos estaban de acuerdo en cuanto a los datos, de los que no podía resultar más que un solo valor exacto, claro está que únicamente por el cálculo podía llegarse a la solución del problema.

En la mayoría de los astrónomos no existía absoluta conformidad en cuanto a la naturaleza del supuesto error de Adams, o en la significación de la verdadera expresión matemática de la aceleración de la Luna; de otra parte, había demostrado Adams, de un modo concluyente, que los métodos de Pontécoutent y Plana eran erróneos, y a medida que el asunto se estudiaba con más atención, más evidente aparecía la verdad de los razonamientos de Adams, que al fin fueron plenamente confirmados por Delaunay y Cayley; y aunque los adversarios nunca reconocieron formalmente su error, abandonaron la contienda, cediendo el puesto a Delaunay y Adams.

De todo esto resulta que había una discrepancia entre la teoría y la observación, cuya causa era preciso investigar. Fijáronse algunos en el rozamiento que las marcas producen, y cuyo efecto se había de traducir en un retardo del movimiento diurno de la Tierra sobre su eje, por más que fuese imposible determinar el valor de este retardo; pero la consecuencia precisa era que el día iría alargándose de un modo gradual e incesante, y como para medir el tiempo nos basamos en la duración del día, creciendo ésta, y no modificando nosotros nuestra cuenta, claro es que nos atrasamos, y puede aparecernos que la Luna camina demasiado de prisa, cuando en realidad es la Tierra la que va demasiado despacio.

Mientras hubo conformidad entre la teoría y la aceleración observada de la Luna, no hizo falta echar mano de esa causa; pero una vez demostrada la realidad de la discrepancia, es lo cierto que ninguna otra hipótesis satisfacía mejor a las necesidades de la teoría.

El valor del retardo necesario para explicar el exceso de la aceleración aparente, sobre el cálculo, es de 10″ por siglo; en otros términos: hay que suponer que el movimiento diurno de rotación de la Tierra al cabo de cien años, es menor en 10″ de lo que debiera ser si la rotación se hubiese efectuado con una velocidad uniforme desde el principio del siglo. Es tan pequeño este cambio, que no hay más medio de apreciarlo que el de las observaciones astronómicas, las cuales, todavía, no ofrecen la exactitud necesaria para fiar en ellas por completo.

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