El amor y el instinto de la sociabilidad

“Nada existe más dulce para el hombre que el hombre mismo”, dice Aristóteles, oponiéndose anticipadamente a la máxima impía, que más tarde formulara Hobbes: “homo homini lupus”.

El odio y repulsión a la soledad y el aislamiento son signos negativos de la base que tienen todas las manifestaciones del amor. Ejemplos de este odio a la soledad, contraria a la naturaleza sociable del hombre, ofrecen los casos tristes de suicidios cometidos y demencias adquiridas por los que, presos, se han hallado sujetos a todos los rigores del sistema penitenciario, denominado celular. Si se han templado las crudezas de este sistema ante tan dolorosas enseñanzas, es porque advierte la experiencia lo que ya presiente la razón: que el hombre aislado por completo, muere como la planta a la cual se le arrancan sus raíces. La existencia del hombre solitario, del Robinsón, es un mito; el hombre no un animal, como decía Aristóteles, “naturaliter politicum”, es decir, sociable y en la sociabilidad se halla la causa ocacional del sentimiento del amor.

Las exigencias y necesidades de la naturaleza específica de cada individuo, no se limitan sólo al individuo como tal (nutrición), sino a la propagación y conservación de la especie, por lo cual cada individuo (el hombre entre ellos) obedece a la ley general del todo a que pertenece. Y con esta idea del todo, comprendemos desde el medio o conjunto de condiciones naturales que nos rodean y desde la suma de relaciones en que nos movemos hasta las circunstancias en que podemos encontrar cualquier expansión o dilatación de la individualidad.

Tal es el objeto del amor, estimando por consecuencia infundada la clásica división del amor en amor a las cosas y a las personas (concupiscencia y benevolencia), pues se ama todo lo que nos circunda, en cuanto de alguna manera complementa nuestro ser, y uniéndonos con ello constituimos algo que en la unión resulta superior a la individualidad aislada para coparticipar y colaborar al fin general.

Esta raíz natural, fisiológica y después sociable del amor, muestra bien claramente su carácter, necesario y hasta fatal en el advenimiento de la pasión, templada y regulada más tarde por los esfuerzos de la reflexión, a la vez que el desinterés con que nos unimos al objeto amado, llegando, si es preciso, el sacrificio.

Si después personificamos todo objeto amado, (sin exceptuar la naturaleza), y nos dejamos arrastrar egoístamente por la fatalidad de la pasión, otra vez aquella personificación y este interés exclusivo, aparecen y toman cuerpo en la flaca condición humana, suponiendo y aun acentuando le existencia de aquellos caracteres untan indicados.

El móvil general del amor (complemento de la individualidad por medio de los instintos sociales), tiene dos manifestaciones concretas: el apetito sexual y el atractivo de la belleza. Aun sin identificar ésta, como lo hace la doctrina platónica y con ella todo el espiritualismo hoy reinante, con la bondad, es lo cierto que lo bello y lo bueno tienen múltiples conexiones entre sí, de donde surge luego el carácter moral, propio de esta actividad psíquica del amor como de toda energía, dentro de su límite y grado.

De las desviaciones y aberraciones que a sufrido y aun sufre el apetito sexual, están llenas las páginas de la Historia; de depurarlas gradualmente, consagrando y dando fijeza al sentimiento del amor contra las seducciones de la carne y las vaguedades inconsecuentes de todo idealismo, se han ocupado y preocupado constantemente el individuo y la sociedad con la alta y superior institución del matrimonio, elevado por la Iglesia a Sacramento, y considerado por Proudhón como sacramento universal.

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