El alma según la teología católica

Las teorías de la filosofía católica con respecto al alma, o ánima, como solían decir a veces los clásicos, difieren mucho de las que presentan las escuelas positivistas. Con los católicos coinciden casi todas las sectas protestantes y aun los mismos judíos ortodoxos, conviniendo en gran parte con los estoicos de las principales escuelas de Grecia, Roma y Alejandría.

El Catolicismo partiendo, como siempre y como no puede menos, del origen bíblico y genÉsisco de la humanidad, habla de este asunto en los capítulos 1° y 2° del Génesis, en el primero al tratar de la creación en general, y en el segundo, del hombre en particular. Allí se hallan expresadas con distinción las tres ideas análogas, pero distintas, de espíritu y de vida (spiraculum vita) y la de alma unida a la materia (de limo terrae) constituyendo el alma viviente (in animam viventem), a diferencia del espíritu separado del cuerpo, anima separada.

Recuerdase a este propósito la fábula de Prometeo, que forma un cuerpo humano perfectamente organizado, el cual se mueve automática, o por mejor decir, mecánicamente, hasta que logra robar un rayo de Júpiter, con el cual consigue animar su estatua, lo cual lleva a mal la divinidad pagana condenando bárbaramente al bienhechor de la humanidad„ que es una de las brutalidades más bajas e infames de la mitología helénica, impropia de aquel país tan culto e ilustrado.

Han creído algunos hallar analogía entre la fábula de Prometeo y la creación de Adán y su caída, considerando aquélla como una reminiscencia vaga de la tradición israelita, que se infiltrara en Egipto y de allí pasara desfigurada a Grecia, la cual de allí sacó en gran parte su cultura. En tal concepto Prometeo encadenado a una roca, donde un buitre le roe de continuo el corazón, es la idea oscura y desfigurada de Adán, victima de un remordimiento incesante. Pero baja mucho el nivel de la comparación, pues Prometeo padece una tortura física, material y feroz por haber hecho una cosa buena, al paso que Adán es castigado, por su ingratitud y protervia, con un castigo, moral en su mayor parte, y mitigado con la esperanza y el arrepentimiento.

Si bien conviene tener en cuenta estas fábulas helénicas por vía de erudición y estudio de la tradición filosófico-religiosa al teólogo y filósofo católicos le hacen poco al caso.

La Escritura llama ruag (aire) al espíritu, al alma y a la vida. Aunque el rayo en el lenguaje bíblico representa la rapidez, con todo no teniendo los Antiguos conocimientos exactos acerca de la electricidad y del magnetismo tal como acreditan los descubrimientos modernos, simbolizaban el espíritu y el alma por el aire, y el soplo, que se sienten y no se ven. La luz significaba el saber y la ciencia; la llama tenue alzándose sobre la frente, simbolizaba el genio.

Desde luego el Génesis, en su versículo segundo, al describir poética y magníficamente el caos, vierte las ideas del vacío, las tinieblas y el abismo, las más pavorosas; y en pos de ellas el ciclón, el viento desencadenado, spiritus Dei, pues los hebreos hacían el aumentativo y superlativo con la palabra Dios.

A veces la Vulgata traduce la palabra ruag hebrea por alma y por vida. “El buen Pastor pone su alma (vida) por sus ovejas (San Juan 10). El que quiere salvar su alma (vida corporal) la pierde”, según frase de los tres evangelistas, especialmente San Lucas y San Mateo. En todos estos y otros muchos pasajes, que sería prolijo citar, se ve la promiscuidad de la palabra alma por vida. La palabra espíritu en contraposición a la materia y significando el alma, la usa el Salvador en su agonía en el huerto, al decir a su Eterno Padre: “El espíritu (el alma) está pronto, pero la carne está débil y flaca”.

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