El alma de los animales

Es esta una cuestión que toca de lleno a la Psicología comparada, cuando no a la Metafísica.

De abundante literatura se halla provisto este problema, pues son muchos los autores que de él han tratado, aunque siempre queda envuelto en densas penumbras, porque ayudan poco para su esclarecimiento los datos fragmentarios, que se recogen de la observación. A más de esta sólo nos queda el medio de recurrir a la inducción analógica, que es criterio bastante falaz, porque precipita el juicio a conclusiones, que no poseen a veces premisas suficientes para su justificación.

Expongamos las soluciones o hipótesis que se han sucedido en la historia del pensamiento acerca de la existencia o naturaleza del alma de los animales, problema de más importancia y alcance del que a primera vista pudiera parecer, pues, aparte de que es el dato primario para la constitución de la Psicología comparada, sirve también de base a la concepción de la realidad como un todo orgánico, jerárquicamente dispuesto o diferenciado e interiormente animado por la Psiquis o por un principio interno de acción, determinado en cada ser según grados enteramente propios.

La más antigua de las teorías acerca de la existencia del alma de los animales es la de la Metempsicosis, que considera los cuerpos de los animales como otros tantos lugares de castigo para el alma de los hombres.

Pero aparte estas almas cautivas, degeneradas de su racionalidad por el pecado, Pitágoras y Platón reconocían también en los animales un principio particular, el alma sensitiva. Anaxágoras no admitía ninguna diferencia esencial entre el alma de los animales y la de los hombres; porque, según él, lo que a unos y otros daba el movimiento, la sensibilidad y la vida, era la inteligencia universal, el alma del mundo, que, después de haber aseado la naturaleza del caos, se revelaba igualmente en todos los seres animados en proporciones análogas a sus diferentes organizaciones.

Aristóteles concedía a las bestias un alma sensitiva y motriz y a todos los seres organizados el alma nutritiva, opinión aceptada con más o menos restricciones por la Escolástica, la que imperó hasta el advenimiento de Descartes.

Concibió Descartes como característica del alma el pensamiento y que las funciones vitales podían explicarse por leyes exclusivamente mecánicas y concluyó después afirmando que los animales son verdaderas máquinas autómatas, privados de instinto y sensibilidad. Se llegó por Mallebranche a considerar que los animales no tienen sensibilidad ninguna y aun los maltrataba en tal convicción y hubo pensador que comparaba los gritos de dolor de los animales con el chirrido o roce de una puerta.

Esta teoría de Descartes había sido previamente concebida —la de los animales máquinas—, por nuestro compatriota Gómez Pereira, médico del siglo xvi, que la expuso en su libro la Margarita Antoniana, publicado por primera vez en Medina en 1554. De la Margarita Antoniana ha hecho un estudio crítico y concienzudo el Sr. Menéndez Pelayo en la Revista de Espada. La doctrina de Gómez Pereira fue más tarde combatida por el P. Feijóo.

La Monadología de Leibniz concedía a los animales el alma sensitiva y Bacón pretendió reproducir el error cartesiano.

Condillac reproduce la idea de Anaxágoras y concede al bruto las mismas facultades que al hombre, sin establecer entre ellos otra diferencia que la que resulta de sus necesidades, que son a la vez efecto de su distinta organización.

La filosofía y la ciencia modernas están contextes en reconocer en los animales (algunos en las plantas) la existencia de la vida psíquica, pues las observaciones recogidas ponen fuera de duda la realidad del principio anímico hasta en los últimos grupos de la serie zoológica.

Es, como decíamos al principio, este problema la base de la Psicología comparada, y las consecuencias en él implícitas pueden modificar el concepto ético y jurídico de la vida.

Tratando del estado de la cuestión, ha publicado el Sr. Giner de los Ríos (F.) un trabajo valiosísimo (El alma de los animales), coleccionado en sus Estudios filosóficos y religiosos, donde con abundancia de crítica y exceso de erudición se exponen todas las referencias, precedentes y consiguientes que interesan a tan vital problema. En su contenido doctrinal y en las numerosas notas que le acompañan encontrará el lector cuantos indicios bibliográficos estime necesarios para examinar a fondo y en todos sus detalles este problema.

Recientemente se han ocupado de este mismo asunto Lucbock, y Taylor y Reimarus en su Psicología de las bestias.

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