El alcalde como delegado del gobierno y administrador del pueblo

El pueblo, la unidad administrativa por excelencia, debe ser considerado bajo dos aspectos: ya como un todo constituyendo por sí un organismo completo, ya como parte de otro organismo más amplio en que se halla comprendido.

Examinado aisladamente, encuéntranse en él intereses propios, vida independiente y legítima necesidad de un régimen peculiar también; pero al contemplarlo con relación al organismo de que forma parte, nótanse luego otro género de intereses y una vida social que determinan un régimen distinto.

Al primer concepto del pueblo responde la idea de variedad entre las diferentes colectividades que constituyen la Nación; al segundo, la idea de armonía en la relación que todos ellos han de tener con la unidad del Estado. Esta doble condición justifica la existencia de una magistratura que, al par que extiende hasta una localidad determinada la acción del Gobierno general, es la personificación del poder municipal.

Ambas funciones asume hoy el alcalde, que tiene el doble carácter de delegado del Gobierno y de administrador de los pueblos.

Por el primer carácter proceden los alcaldes como órganos de comunicación y como agentes de ejecución. Como órganos de comunicación, obran cuando, en su respectiva localidad, publican las leyes, reglamentos y disposiciones del Gobierno, así como cuando llevan a conocimiento de éste las aspiraciones, necesidades y peticiones de sus convecinos, ilustrando con sus informes a las autoridades; y obran como agentes de ejecución, cuando practican aquellos actos que las leyes especialmente les atribuyen en orden a los intereses generales a los cuales el Gobierno, de quien son delegados, ha de atender.

Como administradores de los pueblos les compete la personificación del municipio cuyas deliberaciones presiden y de cuyos actos son natos ejecutores.

En ambos conceptos resultan los alcaldes verdaderos mandatarios, ya del pueblo, ya del Gobierno central.

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