El aire musical, el cronómetro y el metrónomo

Últimamente, como quiera que muchas veces se propone el compositor imitar en cierta manera algún género especial, sin que por eso pertenezca en rigor su composición a ese género mismo, de ahí que, para hacer comprender mejor cuál es el carácter que presidió a la concepción de su obra, pone al ejecutante en las huellas del acierto al evocarle el recuerdo del género a que se asimila su trabajo, escribiendo al frente de éste: aire de marcha, o de jota, o de minué, o de boleras, etc.; y en verdad, este es el único caso en que puede jactarse el compositor de que será interpretada su obra con el mismo aire que concibiera él al trasladar al papel sus inspiraciones.

En efecto; nada más vago, después de todo, que el catálogo arriba inserto de las voces representativas de los diversos aires musicales, supuesto que teniendo cada persona su manera de ser, de igual modo son distintas las impresiones que recibe, y, en su consecuencia, diversos sus juicios o apreciaciones, viniendo a hacerse palpable la verdad que entraña el dicho de don Hermógenes, en La Comedia Nueva, cuando aseguró que “nada hay que sea poco ni mucho per se, sino relativamente”; de donde se sigue que, pudiendo parecer despacio a uno lo que a otro aprisa, quedaría defraudada en más de una ocasión la mente del autor en lo relativo al movimiento con que se ejecutara su obra, y, por lo tanto, fallido el efecto.

Semejante inconveniente, que por fuerza tenía que tocarse a cada paso, hubo de desvelar hace mucho tiempo a algunos hombres pensadores, conviniendo todos ellos en que el mejor medio sería poner en ejecución una máquina mensuradora del tiempo, a guisa de reloj.

Al efecto, cierto profesor de música llamado Loulié, propuso una en el año de 1698, a la que dio el nombre de cronómetro. Por la misma época inventó otra un tal Laffilard, músico de la Real Capilla de París, y, algo después, el famoso maquinista inglés Harrison construyó otra, que, si bien satisfizo las exigencias en general, no llegó a popularizarse por causa de su excesivo coste.

El año de 1782, hizo Duclos, relojero parisiense, otro mecanismo, al que puso la denominación de ritmómetro, que no desagradó a los inteligentes, sucediendo a este artefacto el cronómetro de un mecánico llamado Pelletier, cuya forma y estructura se ignoran en el día. En 1784, Aneaudin, relojero de París, construyó un péndulo destinado a igual propósito. El célebre relojero Breguet se ocupó también en la solución del problema cuestionado, aunque sin dar a conocer el resultado de sus investigaciones. En fin, Despréaux, profesor del Conservatorio de música de París, propuso en el año de 1812 la adopción de un cronómetro compuesto de una tabla que indicaba los movimientos, y de una péndola o balancín colgante de un cordoncillo de seda con un peso al extremo, cuyas diversas longitudes marcaban, según leyes físicas harto conocidas, los diversos grados de velocidad.

Muchos músicos alemanes habían dado a conocer anteriormente cronómetros de esta especie, los cuales ofrecen la doble ventaja de tener un mecanismo poco complicado y ser de fácil adquisición, si bien adolecen del inconveniente de no dejar oír el golpe con que se marca cada parte o tiempo del compás.

Todos esos inconvenientes los removió Maelzel en el año de 1816 con la invención de su metrónomo, consistente en una cajita de madera de hechura piramidal que contiene un aparato mecánico destinado a poner en acción un estilo o varilla con una péndola fijada en el extremo superior, la cual, a medida que va bajando, acelera gradualmente el movimiento, haciendo sensible al oído cada una de las oscilaciones. El inventor toma por medida el minuto, cuyas fracciones son los tiempos musicales, en la proporción de marcar la mayor lentitud 40 oscilaciones, y 208 la mayor presteza: así es que, escribiendo el compositor a la cabeza de su obra el número de figuras de tal o cuál especie que desea entren por minuto, se coloca la base de la péndola al nivel del mismo número que figura en una escala puesta en una de las fases del metrónomo, merced a cuya intervención puede lisonjearse el compositor de que su obra será ejecutada con el movimiento de aire con que él la concibiera en cualquiera nación y parte del globo.

Con lo últimamente dicho, se viene en conocimiento de lo imperfecta que es la nomenclatura de las palabras destinadas a significar en Música los grados de mayor o menor lentitud o celeridad; por tanto, de presumir es que en su día desaparecerán por completo de la teoría musical, cediendo su puesto a tan útil invento como el recién descrito, y conservándose tan sólo en la escritura los signos de expresión, como elementos transitorios de alteración en el compás, o en la intensidad y manera de producir el sonido, indispensables para huir la monotonía y dar el colorido conveniente a la frase que se ejecuta.

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