El acueducto romano

Si no conocieron los antiguos otro medio de abastecimiento que el de los acueductos, en cambio dieron a éste un grado tal de perfección, que a pesar de los increíbles adelantos de las artes y las ciencias y de los poderosos recursos que prestan al ingeniero en el ejercicio de su profesión, es difícil en nuestros días ir más allá de donde llegaron los constructores de los primeros siglos de nuestra era.

El acueducto romano resuelve el problema de la conducción de las aguas de una manera completa y perfecta. Tiene su origen generalmente en un manantial, y entierra las aguas en un conducto de fábrica que la aísla de la luz y del calor, e impide que los cuerpos extraños lleguen a alterar su pureza y diafanidad; y no por eso las priva del contacto del aire, porque el nivel superior del agua en el acueducto no pasa generalmente de la línea de arranques de la bóveda.

Por dentro de ese conducto corren las aguas en virtud de la inclinación continua que hacia la población tiene su fondo, y llegan a ella intactas y con todas las cualidades que tenían al salir del manantial.

En algunas ocasiones el transcurso por el acueducto llega a mejorarlas, porque da lugar a que se desprenda el exceso de ácido carbónico que mantenía en disolución el carbonato cálcico, haciendo que éste, insoluble ya, se precipite sobre el fondo y las paredes, dejando en ellas, bajo la forma de un revestimiento artificial, una buena parte de las materias que harían desmerecer la calidad de las aguas.

Por sencilla y hasta trivial que parezca la solución que los arquitectos de la antigüedad dieron al problema de la conducción de las aguas, no deja de ser notable que nunca se apartaran de ella: y cuando en nuestro siglo, más aun, en nuestros días, ingenieros de un mérito indisputable, han proyectado grandes obras de abastecimiento abandonando los principios establecidos en los tiempos pasados, y han conducido las aguas por cauces abiertos en tierra sin revestimiento ni cubierta, han dado al pueblo una bebida nauseabunda en el verano, glacial en el invierno, y siempre cargada de sales y de sustancias orgánicas.

Tampoco podemos separarnos de la manera con que los antiguos adaptaban la línea del acueducto a las ondulaciones y movimientos del terreno. Ya sabían que el mejor trazado que puede darse a una obra de esta clase es el que coloca la línea de solera en un desmonte de 2 a 3 metros de profundidad; y basta recordar para convencerse del rigor con que se observaba este principio, que de los 418 kilómetros que componían los nueve acueductos de Roma, 360, es decir, ocho novenos, estaban construidos bajo la superficie del terreno.

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