Descripción clínica de la agonía o facies hippocratica

Palidez mortal y laxitud extrema del semblante; boca abierta por depresión de la quijada y colapso de los labios; párpados caídos, mas no cerrados, ojos inmóviles y con sus ejes paralelos; nariz afilada, como curtida, y casi adaptadas, por laxitud, al tabique las alas; arcos zigomáticos y orejas relativamente destacados del rostro y todo él como embadurnado de sudor congojoso.

Conciencia a las veces clara, remisa, oscura o abolida, no siendo raro que de la mayor claridad pase a la abolición mediante un período transitivo de desvanecimientos y alucinaciones de los sentidas, como la tan decantada que movió a Goethe, moribundo, a pedir ¡luz! ¡más luz! (¡Licht, mehr Licht!), ni más ni menos que la piden muchos agónicos sin ser filósofos y sólo porque creen que les rodea la oscuridad; como otros se figuran que les envuelven neblinas, o que un aire frío les va invadiendo el cuerpo; como todo esto sin perjuicio de que se den casos de agónicos que, inconscientes en un principio, recobran de un momento a otro el conocimiento, haciéndose cargo de su situación, platicando sobre la muerte y asegurando que se acerca su fin (extasis ecstasis, seu vaticinatio morientium), produciendo un efecto moral tremendo de indeleble recuerdo para cuantos una vez han presenciado tan triste paso.

El corazón va debilitando sus latidos y el pulso arterial volviéndose blando, reducido, miuro, fugitivo, intermitente, incontable, imperceptible. La piel y las mucosas, desaparecido su riego capilar, pierden el natural matiz, tomando aquélla un tinte pálido amarillento, éstas un color como de hortensia mustia y quedando todas como insensibles. Las arterias emplean el último resto de su tono en transferir las postreras ondas sanguíneas a las venas, quedando ellas vacuas.

La temperatura desciende de 1/2 a 1 grado, o más si es que han precedido pérdidas de sangre (grandes hemorragias, sangrías) o de serosidad (cólera), o bien si la temperatura del medio es muy baja. En la muerte de hambre se ha visto descender hasta los 30°, es decir, más de 7° de la temperatura normal del cuerpo humano, mientras que en otras enfermedades (tifus, fiebres eruptivas, reumatismo agudo), se ha visto ascender hasta los 44°,5 y aún a más de 45°, los cuales se han mantenido a través de la agonía y aun acrecentado algo hasta minutos después de la muerte, y al contrario, en el cólera la temperatura, que va descendiendo al compás que crece la gravedad del ataque, sube de pronto en el momento de la muerte, llegando el cadáver a un grado superior, no sólo al que ofreció el sujeto en su agonía, sino también a la menor baja producida en el curso de la enfermedad.

Los músculos todos del moribundo caen en la más extremada adinamia, por lo cual casi todos los agónicos ofrecen decúbito supino. La respiración va siendo, primero acompasada y recia, luego tarda, irregular, decadente y siempre muy laboriosa; produciendo de vez en cuando un hondo suspiro, tanto más violento y tardío, cuanto más adelanta la agonía. Todo músculo que en algún modo pueda coadyuvar a la respiración, coadyuva, muy señaladamente los externo-cleido-mastoideos y los escalenos, y hasta el m. cutáneo del cuello labora para facilitar el curso de la sangre entre el corazón y el cerebro. Los conductos respiratorios, desposeídos de tonicidad y si contienen mucosidades, producen en la tráquea el acompasado y bronco ruido denominado estertor de la agonía, que imprime a la escena de la muerte un carácter sombrío y tétrico. La paralización de los músculos inorgánicos del sistema digestivo y sus anexos, deja inertes el esófago, los intestinos gruesos y el aparato vésico-urinario, discurriendo por tales cavidades el contenido como por cañerías de goma.

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