Llena está la historia de ejemplos (algunos de ellos bien vergonzosos) de estas persecuciones de la verdad oficial (que no por ser oficial es cierta) contra el criterio individual, casi siempre más certero y previsor que el ciego y rutinario instinto de conservación de lo estatuido.
Sócrates, el primer apóstol de un Dios único, puro espíritu, legislador supremo del mundo, fue condenado como ateo a beber la cicuta por el paganismo griego; de suerte que entonces era considerado ateo todo el que no profesaba, con la verdad oficial del paganismo, la pluralidad de Dioses. Antes que Sócrates, Anaxágoras fue acusado de ateo, quizá porque (tal es la contradicción en que cae el error aunque le profesen generaciones enteras y por largo decurso de tiempo) fue el único que constituyó una excepción entre los de su escuela filosófica, no dando como única explicación del mundo una idea exclusivamente naturalista.
Igual acusación se formuló contra Aristóteles en los últimos años de su vida, viéndose obligado a huir el maestro de Alejandro para evitar que con él cometieran los griegos la misma iniquidad que ya habían cometido contra Sócrates. Parece indudable que Platón hubiera corrido suerte semejante a no tener la rara habilidad de ocultar el fondo de sus creencias bajo la vestidura de fábulas y mitos poéticos. Protágoras tuvo necesidad de huir, y su escrito sobre los Dioses fue entregado al fuego por orden de los magistrados.
Numerosas y crueles han sido, en efecto, las persecuciones llevadas a cabo por la intolerancia de los helenos contra lo que opina Zeller. Afirma este célebre historiador que “los griegos no tenían jerarquía ni dogmas inviolables”, pero esta verdad de hecho es muy parcial y relativa, y desde luego lo que entraña de exacto hay que referirlo a la falta de unidad política y a la excesiva diversidad con que se constituyeron ciudades y regiones y se informó su religión.
Mucho influyó también en pro de una aparente (que no real) tolerancia el carácter local del culto, que no favorecía la intensidad de la fe, ni la centralización religiosa. Pero, a pesar de todo, lo que más acentuó las tendencias unitarias de la Grecia fue la aspiración jerárquica teocrática, cuyas miras unificadoras y de centralización se denuncian en el sacerdocio de Delfos. Existían en Grecia familias sacerdotales, aristocráticas, cuyos derechos hereditarios eran tenidos como inviolables; ejemplos los misterios de Eleusis, y de la influencia política, la caída de Alcibíades.
Cierto es que no se puede comparar su ortodoxia con la de una información doctrinal dogmáticamente organizada según un método escolástico, cosa tanto más difícil cuanto que por ello llegó demasiado tarde la fusión de cultos entre los teólogos délficos y los sacerdotes de los misterios. Pero aún así, existía el valladar insuperable de las formas místicas del culto y era incuestionable la inviolabilidad de determinadas divinidades. El criterio individual fue proscrito en absoluto de ciertos asuntos y las discusiones temerarias o las tenidas por novedades peligrosas indefectiblemente se exponían al castigo. Si el poeta el filósofo indicaban el más mínimo ataque contra la divinidad local, corrían muy graves riesgos.
A los ya citados podemos añadir, para aumentar la lista de los perseguidos, Stilpon, y Teofrasto, el poeta Diáogras de hielos, Esquilo y aún Euripides. Si Aristófanes pudo burlarse impunemente de los Dioses y ridiculizar, de modo sangriento, la superstición que procedía del exterior, fue porque supo elegir el terreno en que se había de colocar, evitando cuidadosamente herir, ni aun de soslayo, las supersticiones locales. Si Epicuro no fue perseguido, lo debió en primer término a la adhesión aparente que prestaba al culto externo.
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