A pesar de su relativa imperfección, la analogía ha prestado inmensos servicios, sobre todo en la Anatomía comparada. Se llama en Anatomía teoría de los análogos el método mediante el cual se determina en los diversos organismos las partes análogas.
El principio fundamental de este método de determinación, creado por G. Saint Hilaire, es la fijeza de las relaciones anatómicas, es decir, de la posición relativa de los órganos entre sí. La necesidad de la aplicación del raciocinio por analogía en los estudios anatómicos, procede de la índole del procedimiento a la vez que de la naturaleza del objeto que se trata de conocer.
Como dice Reid, el juicio problemático que da de sí la analogía procede de que la contextura de este procedimiento consiste en que afirmadas ciertas semejanzas entre dos o más objetos, uno de ellos tiene además cierta propiedad que no se puede observar en los demás (que es casi siempre el caso de la Anatomía), se suple la experiencia imposible y se les atribuye tal cualidad por suposición.
Da, pues, el procedimiento analógico resultados de una probabilidad muy variable, cercanos unos a la certeza y otros que se alejan de ella. La idea de que las estrellas fijas son soles, semejantes al nuestro aunque muy diferentes por su volumen, se funda en muy numerosas analogías; pero la experiencia directa siempre resultara imposible.
Tal es la conjetura de la analogía con algunas probabilidades; otras en cambio tienen menos y a veces se llega a puerilidades y preocupaciones. Basta para ello fijarse en algunas de las comparaciones que implica el lenguaje y que son a veces ocasión de muchos errores. Decir que el alma es una serie de sensaciones, que la libertad es una balanza, cuyos platillos se equilibran por el peso o fuerza de los motivos, que el pensar es un movimiento, que la conciencia es la vista interior, que el amor es una dilatación del alma, etc., es dejarse llevar de fútiles y vanas analogías.
Cuantas conclusiones pretenda el ingenio inferir de estas semejanzas, otras tantas tendrán su vicio de origen que las hará caer siempre en el error y en la ilusión. La discreción exigida para precisar las analogías cuyas semejanzas son fundadas, distinguiéndolas de las artificiosas que un ingenio enamorado de lo estrambótico pretenda arbitrariamente establecer, el tacto y sentido para apreciar el justo valor del raciocinio por analogía, es lo que distingue al sabio del que no lo es; pues éste suple con la imaginación, la comparación precisa y legítima, proceso después de todo fácil, ya que en los linderos de la verdad y en los límites de la ciencia se anuncia la verosimilitud y con ella la presunción, como a los extremos del espacio iluminado, se delinea la penumbra.
Así es una falsa analogía la que sirve de base a Fourier para suponer que el mundo moral está regido por la atracción, del mismo modo que el físico, y para concebir una atracción pasional, semejante a la atracción de los cuerpos celestes. Es identificar una metáfora con la idea de causa.
De esta precipitación de juicio (en unos espontánea, en otros calculada), procede la frecuencia lamentable con que se ven en el mundo en revuelta confusión la seriedad del científico y lo aparatoso del charlatán, la ciencia con la superstición y la verdad con lo ficticio. Al lado de estudios tan serios como los emprendidos acerca de las enfermedades del sistema nervioso, ¡cuántas y cuántas supersticiones no han fructificado en la inteligencia humana, y cuántos ignorantes y charlatanes no han explotado y luego puesto en ridículo los altos intereses de la verdad!
Lógica y materialmente pues, importa fijar el legítimo alcance del raciocinio por analogía, pues sólo de esta suerte es posible que se acentúe la ley de la circunspección científica, según la cual se podrá distinguir el oro de ley de la verdad, del oropel de las apariencias y la cizaña del trigo.
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