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ALMANAQUE

Registro o catálogo que comprende todos los días del año, distribuidos por meses, con datos astronómicos, como ortos y ocasos del Sol, su entrada en cada signo del Zodíaco, principio de las estaciones, fases de la Luna, afecciones meteorológicas, etc., y con otras muchas noticias y épocas relativas a los actos religiosos y civiles, principalmente de santos y festividades.

* Origen del almanaque
* Los almanaques romanos
* Los almanaques árabes y escandinavos
* Los almanaques de pergamino y papel
* Almanaques en lengua latina y lengua vulgar
* El almanaque y la astrología
* El almanaque a partir de la aparición de la imprenta
* Almanaques especiales
* Prohibición de los pronósticos en los almanaques
* Los almanaques de la ciudad de Troyes

Origen del almanaque

El origen de los almanaques es antiquísimo, pues la sucesión de los fenómenos anuales y las divisiones del año se encuentran grabadas en los monumentos públicos mucho antes del empleo de las tablillas portátiles.

En Biban-el-Moluk, cerca de Tebas, en Egipto, se encuentra en el techo de la tumba de Ramsés IV, un calendario cronológico perteneciente al siglo xiii antes de nuestra Era, y que por consiguiente tiene de fecha más de 3.000 años: en él se ven trazadas las indicaciones de las estrellas que aparecen en el horizonte de Tebas, en las horas sucesivas de la noche, en períodos de quince en quince días y para toda la duración del año.

Cuando la astronomía egipcia tuvo mayor progreso, se calcularon verdaderas efemérides, que contenían para varios años, y con la anticipación suficiente, el curso de los planetas. Poseemos, entre otros, uno de estos almanaques que se extiende desde el año 105 al 133 de nuestra era, que los egiptólogos han interpretado con la mayor facilidad: en él se encuentran para estos veintinueve años, las fechas de entrada de los distintos planetas en los signos del zodíaco, pues en aquella época se estudiaba así la posición de estos cuerpos.

Todas las civilizaciones antiguas han sentido la misma necesidad; pero en los principios se hacía poco caso de los detalles astronómicos, de los que sólo se ocupaban en un estado de mayor desarrollo intelectual, los pueblos más adelantados.

Claro está que de esos esbozos a los voluminosos tomos de la ciencia moderna que contienen las efemérides de precisión, la distancia es inmensa.

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Los almanaques romanos

Los almanaques de los romanos en nada se parecían a los nuestros: eran unos trozos de madera cortados a escuadra y bien pulimentados, como unas especies de muebles pequeñitos, cuyas cuatro caras contenían las indicaciones relativas a las cuatro estaciones.

En rigor podían servir para todos los años; se inscribían las fiestas fijas, tan numerosas en Roma, y también con algún detalle la aparición de las diversas constelaciones según los cambios del cielo estrellado.

En los museos se ven varios almanaques de esta especie, y en el de Farnesio hay uno de mármol en el cual están esculpidos los trabajos agrícolas correspondientes a los distintos meses.

Durante la decadencia latina, se conservó el uso de estos almanaques durante varios siglos, pues se les encuentra entre los objetos pertenecientes a los godos y vándalos; Brady da una descripción detallada de ellos en su Clavis calendara publicada en Londres en 1810; a pesar del interés de curiosidad que va unido a estos objetos tan distintos de los que manejamos hoy día, buscan poco los arqueólogos estos mueblecitos de madera, desconocidos de la generalidad del público.

Si bien los griegos y romanos poseían almanaques, no por eso dejaban de comprobar la marcha del año por medio de la observación directa del cielo; había sido por largo tiempo tan grande el desorden que reinaba en el calendario y habían cambiado los meses de estación de modo tan engañoso, que sólo se consultaba el almanaque a beneficio de inventario.

En la obra agronómica de Columela y en las Geórgicas de Virgilio, se ve que los labradores seguían el progreso del año por la reaparición de loa diferentes asterimos; pero después que el calendario romano adquirió, gracias a la reforma de Julio César, la estabilidad de que hasta entonces había carecido, obtuvieron los almanaques más valor.

Las fiestas movibles de la Iglesia cristiana exigieron también que se los corrigiese de año en año, perdiendo entonces la forma de muebles permanentes, para aproximarse a la de un libro.

Entre los calendarios escritos se citan tres de una antigüedad respetable: uno de ellos, de la iglesia de Roma, compuesto en 836 o en una fecha cercana a esa; el incansable investigador Paule descubrió al manuscrito, que luego fue impreso. Vienen después dos calendarios del siglo quinto: uno, redactado en Roma en 448 por un autor llamado Ptolemeo Silvio y dedicado a Euquero, obispo de Lyon, es notable porque da a la vez las fiestas de los gentiles y las de los cristianos; el otro fue compuesto para la iglesia de Cartago en 483, y se encuentra hoy depositado en la biblioteca nacional de París.

Estos calendarios son muy sencillos y sólo ofrecen un cuadro de fiestas con mención de los grandes fenómenos astronómicos del año, lo que podría llamarse el giro del cielo.

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Los almanaques árabes y escandinavos

Los árabes se ocuparon de un modo particular de este asunto y nos han dejado cierto número de libros del año, destinados a establecer la debida correspondencia entre las fechas de las apariciones de las distintas constelaciones.

La mayor parte de estas obras están ilustradas y dan al lado de la fecha y del artículo uranográfico a que se refieren, un diagrama del asterismo de que se trata.

Entre otras, puede citarse la composición de Alkindi, de fines del siglo ix; estos calendarios, que podían servir todos los años, se tradujeron al latín al renacer las ciencias en Europa, y durante largo tiempo fueron loe únicos que hubo, adoptándose por las comunidades religiosas cristianas para marcar las fiestas del culto; cada diócesis tuvo el suyo, y en los manuscritos se encuentran con gran frecuencia.

Al adaptarse a la civilización latina los escandinavos, comenzaron por seguir los pasos de los antiguos romanos; escribían sus almanaques en estrechas tablitas o en palos aplanados; los caracteres eran rúnicos y por eso se da a estos objetos el nombre de varas rúnicas: son muy comunes en los museos de Dinamarca y Suecia.

Su empleo subsistió durante seis u ocho siglos; indicaban el curso del Sol, los días de fiesta, el áureo número y la letra dominical, de modo que estos almanaques no son anteriores al siglo vi o vii, época en que las relaciones entre los escandinavos y el mundo céltico-romano empezaron a formarse; pero es muy curioso hallar aquí los almanaques de madera cuadrados que tanto recuerdan los de la antigua Roma.

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Los almanaques de pergamino y papel

Se destruyen y estropean con tanta facilidad los almanaques, a causa del uso constante a que se les somete, por lo que se comprende el empleo de una materia resistente como la madera.

Los de pergamino y papel que se remontan al siglo xvi son muy raros, así que entre los que pertenecen a la Edad Media cristiana, el más antiguo que se conoce es el de Estrasburgo, que data de fines del siglo x o principios del xi, publicado por Beckio en 1687 bajo el título de Martyrologium Ecclesiae Germanicae, calculado con carácter general y no para un año particular y determinado.

Luego viene un calendario en latín para el año 1149 que se conserva manuscrito en la biblioteca Vadiana de Saint-Gall.

A partir de este momento aparecen los almanaques compuestos ya para años determinados, mezclados con los libros del año, que sólo tenían carácter general; entonces se publicaron los anuncios de las lunaciones, eclipses, conjunciones de planetas y curso de los astros errantes. Se conserva en la biblioteca imperial de Viena un manuscrito cuya escritura es del siglo xiii, que contiene una noticia sucinta del curso de los planetas para el año 1285.

El célebre Rogerio Bacón hizo por su mano un almanaque para 1292 calculado con las tablas toledanas de Arzaquel, del que existen dos ejemplares, uno en el Museo Británico de Londres y otro en la biblioteca bodleiana de Oxford.

En esta misma fecha de 1292 empieza también un almanaque para veinte años, cuyo autor se llamaba en latín Guillelmus de Sancto Clodoaldo (Guillermo de San Claudio), que puede verse en la biblioteca nacional de París; desde entonces se hicieron almanaques que servían de una vez para diez, veinte o treinta años; una parte general servía para todos los años y luego a cada uno estaba dedicado un pequeño cuadro con las fiestas movibles y los fenómenos variables.

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