Los almanaques de los romanos en nada se parecían a los nuestros: eran unos trozos de madera cortados a escuadra y bien pulimentados, como unas especies de muebles pequeñitos, cuyas cuatro caras contenían las indicaciones relativas a las cuatro estaciones.
En rigor podían servir para todos los años; se inscribían las fiestas fijas, tan numerosas en Roma, y también con algún detalle la aparición de las diversas constelaciones según los cambios del cielo estrellado.
En los museos se ven varios almanaques de esta especie, y en el de Farnesio hay uno de mármol en el cual están esculpidos los trabajos agrícolas correspondientes a los distintos meses.
Durante la decadencia latina, se conservó el uso de estos almanaques durante varios siglos, pues se les encuentra entre los objetos pertenecientes a los godos y vándalos; Brady da una descripción detallada de ellos en su Clavis calendara publicada en Londres en 1810; a pesar del interés de curiosidad que va unido a estos objetos tan distintos de los que manejamos hoy día, buscan poco los arqueólogos estos mueblecitos de madera, desconocidos de la generalidad del público.
Si bien los griegos y romanos poseían almanaques, no por eso dejaban de comprobar la marcha del año por medio de la observación directa del cielo; había sido por largo tiempo tan grande el desorden que reinaba en el calendario y habían cambiado los meses de estación de modo tan engañoso, que sólo se consultaba el almanaque a beneficio de inventario.
En la obra agronómica de Columela y en las Geórgicas de Virgilio, se ve que los labradores seguían el progreso del año por la reaparición de loa diferentes asterimos; pero después que el calendario romano adquirió, gracias a la reforma de Julio César, la estabilidad de que hasta entonces había carecido, obtuvieron los almanaques más valor.
Las fiestas movibles de la Iglesia cristiana exigieron también que se los corrigiese de año en año, perdiendo entonces la forma de muebles permanentes, para aproximarse a la de un libro.
Entre los calendarios escritos se citan tres de una antigüedad respetable: uno de ellos, de la iglesia de Roma, compuesto en 836 o en una fecha cercana a esa; el incansable investigador Paule descubrió al manuscrito, que luego fue impreso. Vienen después dos calendarios del siglo quinto: uno, redactado en Roma en 448 por un autor llamado Ptolemeo Silvio y dedicado a Euquero, obispo de Lyon, es notable porque da a la vez las fiestas de los gentiles y las de los cristianos; el otro fue compuesto para la iglesia de Cartago en 483, y se encuentra hoy depositado en la biblioteca nacional de París.
Estos calendarios son muy sencillos y sólo ofrecen un cuadro de fiestas con mención de los grandes fenómenos astronómicos del año, lo que podría llamarse el giro del cielo.
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