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ABOGADO

Del latín, advocatus.

Profesor de jurisprudencia, que se dedica a defender en juicio, por escrito o de palabra, los derechos o intereses de los litigantes y también a dar dictamen sobre las cuestiones o puntos legales que se le consulten. || Figurativamente, intercesor o medianero.

ABOGACIA: La profesión de abogado y el ejercicio de esta profesión.
ABOGAR: Defender en juicio por escrito o de palabra || Fig. Interceder, hablar en favor de alguien.
ABOGADEAR: Ejercer la profesión de abogado con poca dignidad. || Usar en la conversación de los términos propios de la curia, sin reunir los conocimientos necesarios para ejercer la abogacía.

ABOGABLE: Defendible.
ABOGACIÓN: Acto y efecto de abogar.
ABOGADESCO, ABOGADIL: Lo que pertenece al abogado: sólo se usa en sentido despreciativo.

ABOGADA: Intercesora, medianera, protectora, especialmente refiriéndose a la Virgen y a las santas.
ABOGADILLO: Abogado de poca importancia.
ABOGADO DE SECANO: El que sin haber cursado la jurisprudencia, entiende de leyes o presume de ello. Comúnmente se dice en son de burla.

* Los abogados en Grecia y Roma
* Primeros abogados en España
* El Fuero Real, primer código español para abogados
* Los colegios de abogados en España
* Reglas para los abogados según la Novísima Recopilación
* Reglas para los abogados en la actualidad
* Restricciones para el ejercicio de la abogacía
* Honorarios de los abogados
* Correcciones disciplinarias a los abogados
* Tipos de abogados según la legislación
* Tipos de abogados según el derecho canónico

Los abogados en Grecia y Roma

En Grecia, nación tan sensible a los encantos de la palabra, la profesión de abogado fue muy pronto una de las más deseadas, sobre todo en Atenas que llegó a ser la escuela del foro griego. Conocidos son y famosos en la historia de aquel pueblo los grandes triunfos de Pericles, de Hiperide, del gran Demóstenes, de Esquines y de lsócrates. Solón hubo ya de establecer reglamentos de disciplina muy secara para regularizar y sujetar a normas conocidas la igualdad de profesores.

En Roma, el ejercicio de los abogados (patroni causarum; causidici, advocati) fue, durante mucho tiempo, gratuito: reducíase, en su principio, al patronato. Tiempo adelante, oradores con título, patricios o plebeyos, se dedicaron a esta profesión, ilustrada por los triunfos de Cicerón, de Hortensio y de tantos otros. Las prohibiciones de la ley Cincia, que negaba a los abogados el derecho de aceptar honorarios, fueron levantadas por los emperadores que manifestaron gran consideración al foro, algunos de los cuales frecuentaban sus aulas, a fin de aprender en ellas la administración de justicia.

En los tiempos del Bajo Imperio, los ciudadanos que se consagraron a esta profesión recibieron el nombre de advocati y formaron colegios, en los que nadie podía ser admitido hasta haber cumplido diez y ocho años. Los advocati no conocían el juramento tal cual existe entre nosotros; pero, en cada causa particular, debían prestar el llamado juramentum calumniae, exactamente igual al que prestaban los litigantes mismos.

En Roma, intervenían, de ordinario, dos personas en las defensas judiciales: una encargada de llevar la palabra en los debates del juicio, que era el defensor verdadero; otra, el jurisperito a quien se llamaba, en algún caso, en auxilio del primero. El primero solía ser nombrado orador, el segundo patrono, advocatus.

En los primeros tiempos de los romanos, las mujeres fueron admitidas al ejercicio de la abogacía, y se dice que profesaron esa carrera, con gran lucimiento, Amasia y Hortensia. Pero la nombrada Afrania o Calfurnia, oradora demasiado vehemente, dio motivo, con la viveza de sus peroraciones, para que se prohibiese a las mujeres abogar como no fuese para sí mismas. Los legisladores españoles adoptaron esta misma determinación y prohibieron a las mujeres abogar en juicio por otro, porque cuando pierden la vergüenza, es fuerte cosa de oírlas et contender con ellas. (Véase la ley de Partidas. Part. 3° Ley II, tit. VI.)

Ni los mismos historiadores franceses han averiguado aún si en la Galia existió la profesión de abogacía antes de la invasión romana; pero es evidente que, poco tiempo después de la invasión, aquel país se había convertido en un plantel de abogados y oradores, a cuya escuela venían discípulos de Inglaterra, si ha de darse crédito al siguiente verso de Juvenal: Gallia causidicos docuit facunda Britannos.

La caída del imperio romano que había conservado hasta el fin las nociones del derecho y de la administración de justicia, fue la señal de un naufragio en que desapareció la institución del foro. Esta institución reapareció poco a poco, en distintas épocas, según las circunstancias de diversa índole que en cada caso favorecieron o dificultaron su reaparición en los diferentes países de En ropa.

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Primeros abogados en España

En el período de la dominación gótica las leyes de Castilla eran sumamente sencillas en cuanto al orden judicial; y entonces, cuando los fueros de las provincias y de los pueblos eran unas actas de todos conocidas y la mayor parte de los altercados y diferencias eran dirimidos por hombres buenos, no es extraño, que faltaran disposiciones legales que se ocuparan del ejercicio de la profesión de abogado. Realmente, todas las personas comparecían en los juicios defendiéndose por sí mismas, y no es aventurado suponer que solamente aquellas consagradas por completo al servicio del Estado o de la Iglesia, o que por cualquier impedimento se veían imposibilitadas para personarse en el lugar del juicio, eran las que otorgaban poder a hombres conocedores de los fueros y costumbres, encomendándoles su defensa, por lo cual tenían estos aún más semejanza con los actuales procuradores que con los abogados.

Ya en el Fuero viejo de Castilla o Fuero del Alvedrío, se habla de los abogados o voceros, y a medida que la legislación perdía su rudimentaria sencillez, fue creciendo la necesidad de encomendar las defensas a hombres conocedores del derecho. En el siglo xii había ya muchos de estos, y en el Fuero de Cuenca se fijan reglas sobre el ejercicio de abogacía.

En Aragón y en Valencia, ya por la mayor facilidad y más frecuencia de sus relaciones con Italia donde la corona de Aragón tenía dominios, ya por otras causas, cundió de tal suerte la afición a la abogacía y se propagaron en tales términos los abusos, que los aragoneses, habiendo advertido el trastorno causado por los abogados en la legislación patria, pidieron y obtuvieron la prohibición de sus alegatos ante los tribunales, así como alcanzaron que se mandara a los jueces que no admitiesen a los letrados en las audiencias de los negocios civiles.

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El Fuero Real, primer código español para abogados

El Fuero Real es el primer código español en que hay un título destinado a dar reglas sobre el ejercicio de la abogacía; por lo cual puede decirse que el Fuero Real organizó y reglamentó esta profesión.

A este Fuero siguieron, por orden cronológico, Las leyes del Estilo y el Ordenamiento de Alcalá escritos a fin de resolver algunas dudas relativas a puntos particulares que habían quedado, hasta entonces, indecisos.

Leyes de Partida.
— Se define la palabra vocero y se razona la definición (Part. 3° Ley I. Tít. 6°).
— Se establece y determina que no pueden abogar por otros los menores de 17 años, los sordos, los locos y los pródigos que tuvieren curador.
— Y se dispone, asimismo, que la monja y canónigo regular sólo puedan abogar por los monasterios o lugares que les pertenezcan, pero nunca por sí ni por otra persona (Id. id. Ley 2°).
— Ni la mujer, ni el ciego, ni el condenado por adulterio, ni el alevoso, ni el falso, ni el homicida injusto pueden abogar por otro: sólo puede hacerlo cada uno de ellos por sí mismo (Id. id. Ley 3°).
— El que lidia con fieras para ganar dinero, sólo puede abogar por el menor que tuviese en su poder (Id. id. ley 4°).
— Los moros y judíos no pueden abogar por cristiano; pero sí por otras personas de sus mismas creencias y por ellos mismos.
— Los jueces deben dar abogado a las personas desvalidas (Id. id. ley 6°).
— Los abogados deben evitar palabras superfluas y no emplear vocablos torpes, como no sea en el caso de que esos vocablos sean asunto del litigio (Id. id. ley 7.e).
— Lo que el abogarlo dijere, sin contradicción de la parte, se considera dicho por éste; pero puede enmendarlo antes de que se haya dictado sentencia, después no. Los huérfanos, menores de 25 años, pueden ser oídos antes y después de la sentencia (Id. id. ley 8°).
— Impónese pena al abogado que se confabulaba con la parte contraria (Id. id. ley 9°).

Las leyes 10, 11, 12, 13, 14, 15, del mismo tít. y de la misma Part. así como la ley 20 del tít. 16 de la Part. 3°, la ley 9° tít. 8 de la Part. 5°, la ley 7. tít. 6 de la Part. 7° y la Ley 5° del tít. 7 de la Part. 7°, establecen reglas, excepciones, incompatibilidades y dudas que pueden presentarse en la práctica y ejercicio de la abogacía, algunas de las cuales han caído ya en desuse; otras han sido derogadas expresamente por disposiciones posteriores, y algunas subsisten todavía.

En el reinado de los Reyes Católicos se arregló en España la administración de justicia; fue reformada la legislación, cuyo desorden era grande, y la abogacía logró organización más perfecta.

Primeramente, las Ordenanzas de Molina y después, en 1495, el libro Ordenanzas de los abogados realizaron precisamente el mismo fin.

Tanto estas ordenanzas, como las de Melina, forman un reglamento circunstanciado y hasta casuístico, en el cual todas las dudas están resueltas y determinados todos los casos. La abogacía, sin embargo, no recibió nueva forma, ni adquirió la consideración que había de conseguir más adelante. Las influencias de aquellos tiempos las consideraron como oficio ejercido por personas a quienes se miró con recelo y desconfianza; y esto fue causa de que se dictasen las disposiciones más humillantes que pudo imaginar una exagerada suspicacia. En estas ordenanzas de los Reyes D. Fernando y D. Isabel, se estableció una novedad, la necesidad del examen previo para ejercer la abogacía.

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Los colegios de abogados en España

La matrícula de los abogados prescrita en las nuevas disposiciones; la afición característica de aquella época a ciertas prácticas religiosas, y más aún acaso, el instinto natural que llevaba a los abogados, unidos por el vínculo de la profesión común, a prestarse mutuo auxilio en las adversidades, dieron indudablemente origen al Colegio de Madrid, creado algunos años después bajo la inmediata protección del Rey y del Congreso de Castilla. Este colegio, fundado con el nombre, de Congregación, aprobó sus estatutos en 1569, y, a poco de veinte años, consiguió que la ley; considerase como requisito indispensable para, abogar las circunstancia de estar inscrito en el colegio.

Los excelentes resultados conseguidos por el establecimiento del colegio de Madrid, estimularon a los abogados resientes en otras poblaciones a imitar un ejemplo que tan favorablemente, influía en el crédito de la profesión. Sevilla y Granada fueron las primeras ciudades que, siguiendo el movimiento iniciado en Madrid, fundaron colegios de abogados, si bien los establecieron como hijuelas del colegio de la Corte y como, incorporados a él. Valladolid, Valencia y otras, poblaciones, en las cuales residían tribunales superiores, establecieron muy pronto sus colegios.

Por aquel entonces se discutió, en la Real Academia de derecho patrio y público, el tema siguiente: “Si es útil al Estado la libre multitud de abogados; o si fuere conveniente a la causa pública, reducir el número de estos profesores, con qué, medios y oportunas providencias capaces de conseguir su efectivo cumplimiento.”

La Academia resolvió en este sentido, y el gobierno determinó el número de colegiados que, debería tener cada colegio y ordenó que en lo sucesivo no fuese permitida la entrada en ellos, sino a medida que ocurriesen las vacantes.

Algún tiempo después de 1832 quedó derogada esta disposición: fue declarada libre la incorporación de los abogados en todos los colegios; se resolvió que para ejercer la abogacía en las poblaciones donde no existiese colegio, bastase la presentación del título a la autoridad local; se ordenó la creación de colegios, sin número determinado de plazas, en todas las capitales donde hubiese número suficiente de abogados, y se estableció academia de práctica forense.

En 1833 fue declarado el ejercicio de la abogacía libre del requisito de su incorporación a los colegios, y esta disposición, que duró muy poco, fue reproducida por dos veces, en 1837 primero, después, en 1841; pero, desde 1844, quedó en todo su vigor la obligación de incorporarse al colegio para ejercer la profesión de abogado, obligación, que, sin nuevas alternativas, ha llegado vigente, hasta la época actual.

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