Características de los altares en la Edad Media

Dada la paz a la Iglesia, comenzaron a usarse altares más preciosos de mármoles y con adornos de bronce y ricos metales. Dícese que Constantino regalo a la iglesia de Antioquía siete altares que pesaban 260 libras: no serian muy grandes tocando unas 38 libras de plata a cada uno. La emperatriz Santa Pulqueria mandó construir uno de oro y pedrería, el que regaló San Sixto III a la iglesia de Santa María la Mayor era de plata pura y pesaba 300 libras.

En España eran varios los que había de plata, y se citan entre ellos los de Burgos y Sevilla, pero especialmente el de Gerona, que destruyó en mala hora D. Juan II de Aragón y Navarra en sus peleas con el príncipe de Viena, como lamento y acusó el obispo Margarit en su libro Templum Domini. Pero algunos de ellos más que altares de plata eran retablos chapeados de ella, como sucedía con el de la Almudena de Madrid, destruido en 1869.

En el altar cristiano, ateniéndose a la forma actual, hay que distinguir la mesa con el ara consagrada, que es lo esencial, el crucifijo y demás ornato del altar, y el retablo que también se llama altar, aunque impropiamente, puesto que ni es de gran antigüedad, ni lo había en los primeros tiempos, ni lo hay en los portátiles.

Los que se usaban en la Edad Media y hasta el siglo xii eran por lo común pequeños y reducidos a un díptico. Todavía solían guardar esta forma, aunque en mayor tamaño, los grandiosos que nos restan de los siglos xiv y xv, y en especial los de las Seos de Huesca, Zaragoza y otras iglesias de la corona de Aragón que tienen el sagrario en alto y en el centro un óvalo con su cristal y lámparas, delante del Sacramento que en aquél se guarda. Esta forma tenía también el de la catedral de Lugo, como aparece de las investigaciones que se han hecho acerca del culto y exposición continua en aquella iglesia. Lo mismo debían tener las catedrales de Toledo, Sigüenza y otras que ofrecían en el ábside y parte posterior del presbiterio lo que llamaban el transparente.

Con motivo de los incendios ocurridos en Covadonga y otros parajes, se dio por Carlos III, en 25 de noviembre de 1777, una disposición acerca de las construcciones y restauraciones de iglesias, encargando que los altares y retablos se hiciesen de mármoles, piedra o estuco: “Se excusará, dice, en cuanto sea dable, emplear maderas, especialmente en los retablos y adornos de los altares”. (Ley 5° tít. 2°, libro 1° de la Recopil.).

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