Balanza de comercio, productos y moneda

Una cosa es que todo el comercio se resuelva en permutas, y otra distinta que sea indiferente poseer esta o aquella clase de riqueza.

Adam Smith decía, con razón, que el país que no tenga minas habrá de adquirir el numerario de otras naciones, de igual suerte que una nación donde no se cultive la vid tendrá que procurarse el vino del extranjero; pero se equivocó el insigne economista cuando afirmaba que la escasez de una materia primera o de un producto determinado es más perjudicial que la carencia de moneda: la falta de cierta mercancía afectará a una de las ramas de la industria o a las necesidades del consumo; mas la insuficiencia del dinero, interrumpiendo la circulación de la riqueza, paralizará simultáneamente todas las manifestaciones de la actividad productiva, ocasionará un trastorno inmenso, y el país que se viera en el triste caso de recurrir a la permuta para llevar a cabo la totalidad o el mayor número de los cambios perdería rápidamente los beneficios que al progreso se deben.

J. B. Say extremó todavía más las consecuencias de esa teoría peligrosa y llega a sostener que la cantidad de metales preciosos amonedados que circula en cada país es del todo indiferente; que una nación se enriquece exportando el numerario, y por tanto, que si los Gobiernos estuvieran llamados a mezclarse en estos asuntos, deberían obrar precisamente al contrario de como lo hacen y dedicarse a fomentar, en vez de detener, la salida de la moneda de sus respectivos pueblos.

El error está aquí en olvidar la verdadera naturaleza de la moneda y las leyes de su intervención en los cambios: si la nación ha menester, y esto es indiscutible, una suma de numerario fija, precisa en cada momento para las necesidades de su circulación, ¿cómo ha de ser indiferente que el comercio exterior la aumente o la disminuya?

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