Astrología de los asirios y caldeos

En Asiria se supone comúnmente que tuvo su cuna la Astrología, y de ahí le viene el nombre de caldaica que le dan con frecuencia los autores de esta pretendida ciencia; evidentemente nació de la Astrolatría que era la religión de los imperios de Nínive v Babilonia.

Por Diódoro de Sicilia sabemos que los asirios colocaban a la cabeza de sus dioses el Sol y la Luna, cuyo curso y posiciones respectivas con relación al zodíaco habían observado; este zodíaco, fruto de su invención, era el conjunto de las doce casas en que entraba el Sol sucesivamente en el curso del año; los doce signos estaban regidos por otros tantos dioses que de esta suerte tenían bajo su influjo a los meses correspondientes; cada mes, dividido en tres, formaba tres décadas en cada una de las cuales reinaba una estrella llamada Dios consejero. Esto hacía que hubiera en todo treinta y seis decadarias, de las que una mitad tenía bajo su inspección las cosas que pasan encima de la tierra, y la otra mitad las que ocurren debajo.

El Sol, la Luna y los cinco planetas ocupaban el rango más elevado de la jerarquía divina y llevaban el nombre de Dioses intérpretes, porque, nos dice Diódoro, su curso regular nos indicaba la marcha de las cosas y el orden de los sucesos. Entre estos planetas se consideraba predominante a Saturno (Beba el viejo de los asirios) que recibía la mayor adoración: era el intérprete por excelencia, el revelador. Los demás planetas se consideraban, unos como machos y otros como hembras; Belo (Júpiter), Nerodach (Marte), y Nebo (Mercurio), eran machos; Sin (la Luna) y Milita (Venus), eran hembras.

Se observaban las posiciones que ocupaban con relación a las constelaciones zodiacales que se denominaban Señores o Dueños de los Dioses, y de tal o cual conjunción celeste en el instante del nacimiento de un hombre, se deducían los pronósticos que recibieron después de los griegos el nombre de horóscopo; es probable que los caldeos, que referían a los influjos sidéreos todas las propiedades naturales, supusieran que entre los planetas y los metales cuyo brillo tenía con el tono de su luz cierta analogía, existían relaciones misteriosas, porque esta doctrina la hallamos en los sabeos, herederos de sus tradiciones.

El oro correspondía al Sol, la plata a la Luna, el plomo a Saturno, el hierro a Marte y el estaño a Júpiter.

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