Artes industriales u oficios

Estas artes, vulgarmente designadas con el nombre de oficios, han tomado tal vuelo en estos últimos tiempos, que sería deficiente nuestro trabajo si a ellas no consagrásemos algunas consideraciones.

Objeto de éstas serán exclusivamente aquellas industrias del sexto grupo antes mencionado, las cuales producen lo que hoy llamamos objetos de arte, u objetos cuyo tipo primitivo es obra de algún verdadero artista. Entran en esta categoría los bronces, los esmaltes, las alhajas de orfebrería y pedrería, los barros, los tapices, y estofas ricas, etc., porque es arte industrial toda aplicación de la Pintura y de la Escultura a la industria.

Esta intervención del arte en la manufactura no es de fecha remota: hace algunos años se hubiera creído cometer una verdadera profanación sometiendo al taller del fabricante, dedicado tan sólo a producir obras de mera utilidad y aplicación práctica, las creaciones de pura fantasía debidas al pintor o al escultor.

Mr. de Laborde fue uno de los que protestaron contra semejante preocupación: “El arte (escribía él) tiene en vida propia independiente de sus aplicaciones, pero cuando se aplica a la industria humana, lejos de rebajar su misión, se le engrandece”.

La teoría de lo bello que Platón desarrolló en sus Hippias, más en rigor conviene a la industria que al arte, lo cual por sí sólo probaría hasta qué punto confundía el mundo antiguo ambas cosas. Definía aquel filósofo lo bello “completa adecuación de los medios con el fin”, con lo cual venía a significar que el fin o el objeto de la obra debía estar siempre presente en la idea del artista —como lo aconsejamos hoy a todo industrial— a fin de que no falte nunca la más perfecta armonía entre la materia que emplea, la forma que le da, el género de trabajo que adopta y el uso a que destina su obra.

Se ha dicho y repetido, es verdad, que el artista sólo despliega su poder creador cuando, libre de los vínculos que le ligan a la tierra, puede elevarse a regiones superiores; pero este es un error de que se abusa en la literatura; de él no participa ningún artista digno de este nombro, ninguno de los que prácticamente han estudiado el arte y sus medios de acción. Muy al contrario, el arte para crecer y elevarse necesita, como la planta, internar con sus raíces en la tierra. En el suelo, no en los espacios imaginarios, es donde el arte tiene su base, su razón de ser, su destino y su utilidad.

Cuando el arte es en una nación cosa de puro lujo, reviste el carácter superficial de todas las cosas de mera ostentación; pero cuando responde a necesidades religiosas o civiles, públicas o del hogar doméstico, adquiere una fisonomía, una consistencia, una solidez, que constituyen otros caracteres de su belleza.

Prueba de lo poco justificada que es la demarcación absoluta que se ha querido establecer entre el arte y la industria, es la dificultad misma con que se tropieza al incluir entre los cultivadores de aquél o de ésta genios como Lorenzo Ghiberti, fundidor en bronce; Benvenuto Cellini, los Arfes y los Becerriles, simples plateros; Bernardo Palissy, alfarero; Pénicaud, esmaltador; Pinaigrier, Juan de Valdivieso y Juan de Santillana, vidrieros; Juan Francés y Diego Idobro, rejeros; y Boule, ebanista.

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