Amor, familia y matrimonio

En la familia y en el matrimonio halla su completa consagración la finalidad inherente al amor; que si toda energía animice, el alma misma considerada como entidad por el esfuerzo de la abstracción, es una energía que inquiere un fin, una entelequia teleológica; el amor, como impulso, deseo y acicate, ha de tener fin propio y adecuado, en el cual se condensen desde los instintos más bajos y concupiscentes, hasta las aspiraciones más etéreas e ideales.

El amor propiamente dicho, aquel en el cual se reúnen sus dos móviles principales, el apetito sexual y el atractivo de la belleza, revestidos de un carácter moral y depurados de los vicios y desórdenes de la pasión, posee una finalidad fisiológica (anunciada por la pubertad, cuando se despierta el instinto genésico), y a la vez una finalidad moral y social, creando medio favorable y adecuado para la conservación y desarrollo de los individuos en la familia, centro de todos loa afectos humanos (incluso del sentimiento religioso, del cual han sido expresión en la Historia los antiguos dioses penates y lares).

Nace el amor en las bajas regiones del instinto (y considerado desde este punto de vista exclusivo y por su aspecto material, puede llegarse a definir “exceso de nutrición”), pero no queda recluido dentro de tales límites. Su origen fisiológico se convierte en medio y condición favorables para enriquecer la vida de relación; que por esto el amor se anuncia lo primero por su carácter expansivo. A él sigue la satisfacción de necesidades de orden puramente moral y social, afectos conscientes, amistades intimas) y anhelos recónditos y secretos del corazón.

La nostalgia, bellamente descrita por el poeta y sentida por todos los soñadores y por toda alma noble de aquél que se siente sólo en medio de las muchedumbres, porque le aguijonea el deseo de vivir en otro y para otro, en el cual en la cual se sintetiza, por exaltación idealista, el mundo entero; la vacuidad de nuestro propio destino cuando consideramos como planta exótica, que no echa raíces en ninguna parte, nuestra individualidad aislada; todas estas voces íntimas, todos estos secretos a voces, denuncian que el amor llega, que tiende este sentimiento a una fijeza y estabilidad, de que son eco los juramentos de cariño, que no le basta el presente y anhela el porvenir, invocando una fe que podrá salir fallida, pero que es ingenuamente sentida cuando se expresa, y finalmente que el amor pasa de la categoría de instinto a la de pasión de ésta a la de un sentimiento complejísimo, universal, que si no es el único acicate de la vida, es por los menos factor del cual no se puede nunca prescindir.

¡Cuán bella resulta entonces la frase de Santa Teresa: “¡No temo al infierno por sus penas, sino porque es un sitio donde no se ama!” El que no ama (sin especificar qué o a quién) es ser sin finalidad propia; nota desacorde en el concierto general, allá va donde el vendaval de las circunstancias le arrastra. Efecto de esta finalidad, que en todo lo que toca al porvenir sólo puede ser presentida, es la iniciativa poderosa que tiene para las más altas concepciones del amor la imaginación. Ella ha dado plasticidad tan acentuada a los móviles del amor (apetito sexual y atractivo de la belleza) que ha llegado a atribuirles origen divino en el hermoso símbolo del Eterno femenino, invocado por Goethe en su poema del Fausto.

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