Abortos por muerte del feto

Sucede, por el contrario, en algunos casos, que la violencia ejercida en el exterior, lleva su acción sobre el mismo feto y destruye, de una manera más o menos completa, sus conexiones vasculares con el útero. La madre, una vez repuesta de la indisposición que ha sufrido, no se resiente, por el pronto, de dolor alguno; pero, al cabo de un tiempo, variable entre ocho y diez días, los movimientos habituales del feto dejan de ser notados. Todos los síntomas que parecían anunciar un aborto inminente, desaparecen como por encanto, y todo vuelve, aparentemente al menos, a su orden natural: estas señales denuncian que el feto ha dejado de existir y que el aborto es inevitable. El útero efectivamente no tarda en expulsar el feto muerto.

El producto de la concepción, cuerpo extraño en la cavidad uterina, irrita las paredes del órgano; esto hace que dichas paredes se contraigan, con lo que se produce el aborto ocho o nueve días después del accidente. No se crea, sin embargo, que este plazo es el mismo siempre; pues algunas veces, el feto, después de muerto, ha permanecido en el útero semanas enteras. Autores hay que citan ejemplos de haber permanecido el feto muerto muchos meses, y aún muchos anos, en el claustro materno. La presencia de este ser en la cavidad uterina no suele producir ninguna manifestación molesta.

Muy rara vez, en estos casos, podrá advertirse una especie de fiebre lenta; lo más ordinario es que se observe un flujo de sangre y la subida de la leche, como si, en efecto, se hubiese verificado el parto. Transcurrido un plazo más o menos largo, comienza un nuevo trabajo, el aborto se verifica en las condiciones mismas de un excelente parto, y nace un feto muerto, pero de aspecto particular.

Entonces, y examinando cuidadosamente el fruto expulsado, puede comprenderse cómo tan prolongada permanencia en la cavidad uterina ha podido ser completamente inofensiva para la madre. “Un niño putrefacto en el útero, dice M. Devergie, ofrece un aspecto tan distinto del ofrecido por un niño putrefacto al aire libre, que basta haber observado el hecho una o dos veces para no equivocarse nunca. Este feto no exhala olor alguno de putrefacción. Las carnes son flojas, y el niño se deshace por sí solo, la cabeza se aplana, el cordón umbilical está lleno de un líquido negruzco, la epidermis se separa con mucha facilidad, la piel es viscosa, pegajosa y al propio tiempo se halla rodeada de mucosidades que la hacen escurridiza como la de un pez que ha vivido mucho tiempo fuera del agua. El feto muerto debe esta especie de inmunidad al líquido amniótico que le rodea en el huevo; pero si estas envolturas quedan rotas a consecuencia del accidente que ha producido el aborto, las cosas pasan de muy distinta manera. El cadáver se descompone como si estuviese al aire libre, y la madre se ve atacada de una fiebre aguda y grave que reviste todos los caracteres de una calentura pútrida. Fluye entonces por los órganos genitales un líquido negro y hediondo que arrastra consigo pedazos de membranas putrefactas; y el desenlace casi inevitable de este accidente es el fallecimiento de la madre, a no ser que el útero elimine prontamente el fruto de la concepción”.

Por los síntomas anteriormente descritos, parece fácil reconocer la inminencia de un aborto; pero es necesario tener presente que estos síntomas no se presentan, sino cuando el mal parto es inevitable, esto es, cuando los recursos de la ciencia no han podido detenerlo. Al iniciarse el accidente, cuando aún es posible evitar el desenlace funesto, es cuando importa sentar un diagnóstico seguro. En este punto comienzan las dificultades serias. El cirujano debe, ante todo, darse cuenta del estado de la enferma, esto es, averiguar si está o no en cinta. Averiguado que efectivamente está en cinta, preciso es decidir si la hemorragia que se presenta es precursora de aborto inminente, o bien es sólo producto de una congestión uterina.

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